30.1.07

Espinosa

En una librería céntrica de Madrid, dos individuos maduros y barbados hojean un libro que al pronto no alcanzo a ver y hablan con voz grave, cual barítonos complutenses. «Es un gran filósofo», dice uno de ellos. Y añade otras informaciones que, por discreción, porque, una vez reconocido el libro, me alejo dos o tres pasos para no levantar sospechas, no llego a oír del todo. Cazo palabras sueltas: tractatus, teología, ética. Y alguna frase: «Que no, que no es teólogo, es filósofo», insiste el primero. El otro pasa las páginas hacia delante y hacia atrás, baraja, se detiene en un punto, parece que lee algunas líneas al azar, baraja de nuevo, lee, cata la enjundia del producto. «Muy fragmentario para ser filosofía», comenta. Y también: «No sé, no sé». Yo vigilo, acecho, disimulo, finjo. La gente a veces se lo piensa, pesa y sopesa las decisiones con lentísima incertidumbre. Hasta que al final los veo a ambos en la caja. Se lleva la mercancía el dubitativo. Está pagando. El libro es «Tríbada», de Miguel Espinosa (Siruela). Cualquier procedimiento para llegar a este autor, tanto da «more geometrico» como «teológico-político», es bueno, justo y baruch, pues «las ideas inadecuadas y confusas se siguen unas de otras con la misma necesidad que las ideas adecuadas, es decir, claras y distintas».

28.1.07

Negociación y homonimia

Ablando hablando.

26.1.07

Planto de plantilla

¡Adeus, Figo! ¡Good bye, Beckham!
¡Au revoir, Zidane! ¡Ciao, Ronaldo!
Los que os trajeron os ekchan.
La galaxia se hizo saldo.

24.1.07

Tabarra

En la vida de Arístides, tras detallar los procedimientos democráticos del ostracismo (cada ciudadano escribía en una concha el nombre «del que quería que saliese desterrado», se pocedía después al recuento y «aquel cuyo nombre había sido escrito en más conchas era publicado como desterrado por diez años»), cuenta Plutarco cómo «un hombre del campo, que no sabía escribir, dio la concha al propio Aristides, a quien casualmente tenía a mano, y le encargó que escribiese: “Aristides”; y como éste se sorprendiese y le preguntase si le había hecho algún agravio: “Ninguno —respondió—, ni siquiera lo conozco, sino que ya estoy fastidiado de oír continuamente que le llaman el justo”», y cómo «Aristides, oído esto, nada le contestó, y escribiendo su nombre en la concha, se la volvió». Recuerdo a menudo esta historia, no por las reflexiones éticas y políticas que de ella pudieran y aun debieran derivarse, sino porque me solidarizo con ese hombre del campo frente a ciertos nombres que en nada me han agraviado y a los que no conozco, pero de los que no se cansan de cantar elogios prensa, radio, televisión, share y audiencias, especialmente (pero no sólo) deportistas: Sainz, Nadal, Alonso e tutti quanti quanti quanti. ¡Qué fatiga, Señor!

19.1.07

Fauna

Esa especie humana tan común que tiene el dudoso, irreversible e inoportuno don de amargarnos el día con apostillas (o, mejor, apostas) desagradables, impertinentes, agrias, cuando no ofensivas...

13.1.07

Callejón del Gato

«¿Que alguna vez pecó?», leo esta tarde en el prólogo que Gómez de la Serna antepuso a su biografía de Valle-Inclán. «No merece ni anotarse el hecho», se responde el biógrafo y sólo para esa respuesta ha planteado la pregunta, «pues tenía en su fervoroso espíritu algo que logra por sí solo la remisión de los pecados: el ‘furor ético’». Y añade: «El furor ético —que, por su parte, es lo más grande del clima español— evitaba su corrupción interior, como la bilis vence los estragos humorales» («Don Ramón María del Valle-Inclán», Gran Austral, pág. 20). Otros furores, sin embargo, prevalecen en estos primeros días de 2007 y en los preliminares de esta triste tarde crepuscular de sábado, otros pecados, otras corrupciones, otros humores y otras bilis. Bien lo reflejan los espejos cóncavos.

10.1.07

Mirra

Viendo los montones de cajas jugueteras que se amontonaban estos últimos días en la basura y en los llamados ecopuntos, ¡estos, Fabio, ay, dolor, que ves ahora despojos de las grandes superficies!, me ha venido a la memoria una escena familiar de las navidades del 95, o de los reyes del 96, cuando sus orientales majestades tuvieron a bien dejar un centro comercial de Pinypon junto a los zapatos de una niña de 6 años. Una advertencia exterior dejaba claro que el centro contenía tres pinypones (y solamente tres, insistieron los adultos para evitar desengaños u otros quiebros de la fantasía), pero cuando todo estuvo desempaquetado resultó que los pinypones eran cuatro. Entonces la niña, con cierto enfado, mirando a su padre, dijo: «Papá, nos han engañado». Nos reímos, naturalmente, como enterados de la vida, pero la verdad de la afirmación y su circunstancia infantil, esto es, que haya una edad en que, sobre tres pinypones, tanto cuatro como dos sean una misma mentira, en que el engaño pueda ir hacia arriba o hacia abajo y darse tanto en el beneficio como en el perjuicio, no sólo debería desarmar al más apasionado defensor de la evolución moral, sino que debería llenarnos de nostalgia y pesadumbre por dejar que el tiempo muera en nuestros brazos.

6.1.07

Sintomantología

En esta tierra extrema los rigores invernales y tipográficos de enero agudizan y recrudecen la sintomantología de los talleres literarios.

5.1.07

Desaperecido

«Hacía más de cinco años que, un 20 de noviembre, también el dictador había desaperecido», leo en un relato de taller. ¡¡Desaperecido!! (sic). Es una errata, sin duda, pero, dado el doloroso contenido de la historia y en vista de la sobrecarga de literatura «de bello civili» que se ha cosechado en los últimos meses, no dejo de creer que el guiño del teclado, más que una travesura mecanográfica del copista o un lapsus psicoanalítico del narrador, sea, en verdad, un acto de justicia digital.

4.1.07

Conrad

Me quedo embobado leyendo y necesariamente releyendo frases como, por poner un par de ejemplos, «sostuvo su cabeza erguida bajo el resplandor de la lámpara, una cabeza modelada vigorosamente con sombras profundas y luces brillantes, una cabeza poderosa y deforme con un rostro atormentado y achatado, un rostro patético y brutal: la máscara trágica, misteriosa y repulsiva del alma de un negro» (pág. 47), o como «la mayoría de los marineros recuerdan en su vida una o dos noches de tormenta en toda su plenitud: nada parece quedar de todo el universo excepto la oscuridad, el clamor, la furia… y el barco, que, como la huella postrera de una creación hecha pedazos, va a la deriva, transportando los angustiados restos de la humanidad pecadora a través de la aflicción, el tumulto y el padecimiento de un error vengativo» (pág. 88), porque no hay prosopografía o etopeya que me alcance con tanta contundencia y porque, aunque no tenga nada que ver, pero dentro del hilo contextual de estos apuntes, no cabe mejor descripción de las desventuras y penalidades de Jonás en un océano soberbio, embravecido y fustigado por la cólera implacable de los rigores bíblicos. Sin lugar a dudas, la eterna intemporalidad del mar mantiene su sustancia en algunas novelas marineras, como en este «El negro del ‘Narciso’», de Joseph Conrad (no sé qué hipnótico atractivo métrico tiene el nombre completo del autor polaco: Józef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski), Espasa Calpe, 2006, que acabo de leer.

3.1.07

Jonás

Cuando Yahvé envió a Jonás a Nínive para profetizar su destrucción, «porque su maldad ha subido hasta mí», tronó la voz del todopoderoso, Jonás prefirió huir a Tarsis, embarcar, ser arrojado al mar para librar a los marineros de las iras de la tempestad, ser engullido por un gran pez y permanecer tres días en el estómago del animal marino antes de levantar sus súplicas al cielo. Vomitado en tierra por el gran pez, volvió Yahvé a enviarlo a Nínive y el profeta Jonás pudo comprobar que había tenido razón al rebelarse contra su dios y al huir antes de profetizar una destrucción que bien sabía, dada la clemencia y la misericordia del creador supremo, que no se llegaría a cumplir. Por eso huyó Jonás: porque no quería profetizar una destrucción que no se llevaría a efecto, porque no quería ser un mal profeta, un falso profeta. Finalmente, sin embargo, se avino ser un falso y mal profeta, pues, en efecto, al oírlo, los ninivitas se arrepintieron de sus maldades, corrigieron su conducta durante la tregua, que era de cuarenta días, y Yahvé se arrepintió de su cólera y determinó no seguir adelante con el llanto y el crujir de dientes. Las cosas hoy han cambiado y Jonás carece de herederos. Los nuevos profetas, los profetas de hoy, prefieren que se cumpla la profecía, anteponen la ideología al bien y aplauden por ello la destrucción.

2.1.07

Musical memoria

En algunas de las novelas leídas estos días he encontrado referencias, comentarios, explicaciones musicales que a mí, en mi ignorancia, me parecen de alto nivel y que, sin embargo, no me sirven más allá de su expresión poética o de su propia abstracción verbal. Por ejemplo, el neurocirujano de «Sábado», de Ian McEwan, razona por qué tal ‘opus’ o tal otro es más o menos adecuado para el quirófano según de qué operación se trate, pero también entiende la grandeza artística y puntual de un ‘blues’ tocado por su hijo en una banda incipiente. El personaje de «Mantícora», de Robertson Davies, un abogado en trance psicoanalítico jungiano, desmenuza con la solvencia de un profesional de conservatorio las grandezas o las debilidades de una ópera de Mendelssohn interpretada por adolescentes en un colegio de Canadá. Y, en fin, el camionero de «Kafka en la orilla», de Haruki Murakami, se deleita una y otra vez, con una comprensión natural (insisto: natural) que debe de ser un don divino, el «Trío del archiduque», de Beethoven, y no en cualquier versión, sino en la de Rubinstein, Heifetz y Feuermann. Ésta es la que llevo yo oyendo toda la mañana, con suma atención, con concentración monacal y un punto forzada, pero con la seguridad también de que, sin perspicacia acústica y sin memoria musical alguna, analfabeto en tan grandioso y espiritual lenguaje, llevo a cabo un ejercicio inútil: mañana ya no reconoceré a Beethoven, ni al archiduque, ni menos aún a Rubinstein, Heifetz y Feuermann.