30.6.11

777

1. Durante años Antonio Amores, David Gilsanz, Diosdado Morales y Manuel Morales (de recíproco y notorio parentesco), Luis Pérez y este pobre speaker hemos estado ocupando cierta zona de la sala de profesores con tanta frecuencia y tanta intensidad que alguien decidió bautizarla como «rincón de los sexenios». Seis éramos, pues, los miembros de ese clan arrinconado, seis los invitados a la extinción. Pero, como se sabe, el número mágico es el siete. Ya Alfonso X el Sabio escribió en el siglo XIII un Setenario para demostrarlo, porque el número siete, dice, «es más noble que todos los otros». Y he aquí que los dioses enredaron los hilos de la administración pública para que llegara de su aventura equinoccial Alberto González, un consumado ratón de biblioteca. Completóse así el setenario. Y aquí estamos. Como los siete infantes de Lara, como los días de la creación, como los santos sacramentos y como los pecados capitales.

2. Puesto que, además, para mayor perfección, decidieron los dioses que el setenario fuera transversal y multidisciplinar, todo un compendio de sabiduría de vasto ámbito, de las ciencias naturales a las ciencias sociales, de la filosofía a la matemática, de las ciencias puras a las meras letras, tenía que tocar al departamento de LCL —que es código y palíndromo— la honrosa e ingrata tarea de la réplica. «Mísera fue, señora, la osadía», exclamé al escuchar el veredicto. Pero enseguida llegaron las recomendaciones: «Sé breve», una; «No te enrolles», dos; «No te pongas lacrimoso», tres. Así que asumo este menester postrero con una determinación: reducir el discurso a 777 palabras sobrias.

3. Dad por declarado nuestro agradecimiento, un agradecimiento circunstancialmente evangélico: antes de partir, al partir y después de partir. Pero como la gratitud es lo evidente, confesaré que nos vamos también con inagotables pesadumbres. Hemos vivido un largo, ameno y venturoso ciclo en este Valle del Jerte, del que vimos el principio y nos vamos al fin. Yo apuntaré sólo dos lamentaciones, la primera y la última. Lamentación remota: nunca me repondré del hecho de no haber conseguido tarimas de aula durante el gobierno del primer Luis, empeño en el que Manuel Morales y yo mismo consumimos todas nuestras energías. Lamentación final: nunca perdonaré que, durante el gobierno del segundo Luis, en las sesiones vespertinas de evaluación, junto a refrescos, cafés y otras menudencias alimenticias, no hayamos dispuesto nunca de un buen whisky de malta, ni siquiera un mísero chupito de whisky de malta. ¡Intolerable!

4. Pese a todo, no nos vamos con la desolación convencional de las películas de Hollywood, como esos desventurados personajes que recogen en una caja de cartón sus infelices pertenencias antes de abandonar la oficina para siempre. No. Nos vamos regalados y agradecidos. De modo que acaso tras la despedida nos invada el síndrome del camarero. Me explico. Entré una tarde en una cafetería de la plaza de Santa Ana, en Madrid, muy cerca del Callejón del Gato, y pedí un whisky de malta. Al poco rato, el camarero que me atendió fue reemplazado, se quitó la chaquetilla, salió de la barra, se sentó en un taburete y pidió a su vez un whisky al camarero que lo acababa de sustituir. Ese es el síndrome del camarero: consumir al otro lado de la barra. No sé si soportaremos con entereza no hablar en el ÍES de Kant, del absolutismo, del sistema periódico, de la flora autonómica, del sintagma nominal o de ecuaciones diferenciales. Espero que podamos superar el mono.

5. E incluso que, en línea con esta réplica, como androides ociosos, nos dediquemos a soñar con ovejas eléctricas. Si así fuere, nada mejor que evocar la más emotiva despedida cinematográfica, un adiós del replicante, que, en rigor, por analogías, debería de pronunciar Manuel Morales. «Hemos visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de la tercera evaluación. Hemos visto Rayos-C brillar en la oscuridad de las aulas en periodos de recuperaciones. Hemos visto cómo se inundaba el valle de pequeños seres experimentales sin recuerdos implantados. Hemos visto bandadas de vencejos arrojando proyectos curriculares sobre nuestros vehículos unipersonales. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, a no ser que prorroguen año tras año las jubilaciones LOE. Amigos, es hora de partir».

6. Repito: es hora de partir. De modo que, ahora que estamos aquí tantos, el setenario en pleno, la senectud precedente, la juventud consiguiente y los que abandonaron la nave en la media edad para conquistar otros territorios, y como tengo cierta afición viciosa con la rima consonante, terminaré con un par de endecasílabos, que por consonante y par es pareado: «Hoy empieza una huida sin retorno. / Au revoir. Salutem plurimam. Bon giorno».

7. Amén.

27.6.11

Nemosinia

Ando leyendo algunos diarios, algunas memorias, y —¡será por la calor!— sólo se me ocurren obviedades. Por ejemplo: el autor de diarios (públicos) se siente o se cree o se ve a sí mismo como protagonista de la vida en su transcurso (vale decir: protagonista imperfectivo, en desarrollo), mientras que el autor de memorias (ídem) se siente o se cree o se recuerda como protagonsita del pasado (vale decir: protagonista perfectivo, amortizado). Cuestión de aspecto.

24.6.11

Adiós al héroe

De los modos adolescentes de invadir la literatura me queda un título de novela norteamericana, ‘Los héroes están muertos’, que, en una clásica reducción del heroísmo a acción militar audaz, mostraba la imposibilidad de que el héroe superara con vida su propio gesto heroico, como si, convenida cierta igualdad general básica, bastara un solo gesto, en trance temerario, para ascender en bronce al pedestal, como si la verdadera sustancia del héroe brotara de las circunstancias de la muerte. No hace tanto tiempo que el hombre colocó el heroísmo a su alcance mortal, ejercicio de vanidad que no sólo cambió la cualidad sustancial del héroe, despojándolo, en principio, de los atributos de la mitología, sino que la acomodó a las caprichosas exigencias de una modernidad sucesiva y asumió la propia muerte como tributo jurídico. Hoy, sin embargo, ha cambiado todo: ni la muerte es heroica ni la vida es intrépida. Así es como el héroe, que era antaño equiparable a los dioses, hijo a veces de dioses, inscrito en la categoría de semidiós, protegido o acosado por designios olímpicos, ha quedado reducido ahora a los vaivenes del ojo cuadrangular de nuevos dioses, un ojo poderoso y fotográfico que ocupa el centro universal del escenario, que convierte al héroe en pura apariencia, hueca representación social, y apenas le concede una inmortalidad espuria y combustible. Si en otro tiempo el héroe perseguía la victoria y su epopeya de dioses campeadores, hoy se resigna a los posos del éxito deportivo, político, financiero o sui generis, y a su apoteosis socialmediática. ‘Exitus’, sin embargo, como bien se sabe, del latín, significa «salida». De ahí que asistamos a la representación de un adiós extremo, la figuración de un suicidio semántico, la salida de escena de un héroe sin virtud ni condición. Y lo vemos de espaldas al ojo soberano, no por vergüenza de su desnudez, como el hombre primordial en el extravío del paraíso, sino por su propia vacuidad, porque sólo posee la superficie del desnudo, porque, carente de atributos supremos, no puede conjugar el egoísmo con la naturaleza ni con la humanidad. La espalda es, por tanto, la impugnación de su entidad, la negación que define su heroísmo, que anula su condición de animal político y lo excluye del mundo verdadero, abstracción de una ansiedad estéril. Adminículos cibernéticos repartidos en torno muestran el desmayo de sus armas: la fragilidad de una celada endeble, el teléfono inmóvil, la conjetura de un coche. Contiene en sí la esencia del vértigo, una espiral de tiempo, torbellino de la cronología y la violencia, que lo divide en dos, que devora su realidad humana, en huida, en desaparición, fugitivo perfil en el ángulo inferior del cuadro, discóbolo, a la postre, de su propia e insignificante ontología.

19.6.11

Nombres

Tras desistimar (por rguez) la lectura de un algillo vocento y clamar para mí con pesadumbre romancera ¡linacero, linacero!, abro el correo y veo caer un mensaje (automático: compartir fotos) de Antonio Gómez García. ¿Quién será este sujeto?, me pregunto sin abrirlo. Y sólo al cabo de un rato, pero tarde, caigo en la cuenta. ¡Anda, c…!, me digo, si es Antonio Gómez. Sólo los nombres se merecen.

15.6.11

Por sus obras

«Por sus obras los conoceréis», se dijo en los santos evangelios (Mt, 7:16). La frase, que suele aceptarse generalmente como incontestable, tiene, sin embargo, al magen incluso de que en origen sea «a fructibus eorum cognoscetis eos» (pero ésa es otra cuestión: traducción de la metáfora, grey inculta, etcétera; el despropósito se ha ido corrigiendo), un envés pernicioso. Puede, efectivamente, que si no concuerdan las palabras y los hechos de un sujeto determinado, si no hay adecuación entre lenguaje y comportamiento, las obras tengan más alto valor probatorio y jurídico como elementos de definición y calificación, para lo bueno y para lo malo, según reza la fórmula esponsal, de ese determinado sujeto. Vendrían los hechos en unos casos, los malos, a desenmascarar la hipocresía humana y en otros, los buenos, a subrayar con énfasis la máxima evangélica que preconiza la humildad: «que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha», id est, no pregones tus bondades. Este uso jurídico de las obras implica, necesariamente, un conocimiento lingüístico del sujeto, tal vez incluso un conocimiento lingüístico previo o, en último extremo, simultáneo. En caso contrario, las obras solas, sin lenguaje, o las obras solas en cuanto lenguaje, no sólo no prueban nada, sino que pueden ser engañosas. La afirmación evangélica puede verterse, por ejemplo, en una derivación teológica como la demostración de la existencia de Dios, incluso aunque ello sea indirectamente. De siempre vengo oyendo que la grandeza de Dios se ve en sus obras, en la gran maravilla de la naturaleza, con lo que se pretende imponer la relación suprema entre las causas y los efectos en un solo sentido, a saber, que, dada la grandeza de las cosas que contemplamos, sólo cabe pensar en un ser acorde con dicha grandeza, curiosamente un ser sobrenatural que explique lo natural. Viene todo esto a cuento de haber caído mis ojos hace un rato sobre la ingenua invitación con que el viejo Gabriel y Galán, acogiendo los meollos del tópico, sugiere a los descreídos habitantes de las ciudades que acudan a buscar a Dios al campo, «que se vengan a admirarlo aquí en sus obras, / que se vengan a adorarlo en sus efectos, / en el seno de esta gran naturaleza», escribe, y habérseme ocurrido recurrir después a la sagacidad de Caeiro, guardador de rebaños: «Mas se Deus é as árvores e as flores / E os montes e o luar e o sol, / Para que lhe chamo eu Deus?», que Ángel Campos Pámpano traduce: «Pero si Dios es las flores y los árboles / y los montes y el ‘luar’ y el sol, / ¿por qué llamarle Dios?». Etcétera.

6.6.11

Pintor de calle

En una esquina de la avenida, bajo la plácida sombra de una acacia, tiene estudio ambulante un pintor de calle. No es infrecuente que, en lugares de trasiego urbano y aglomeración ociosa, en plazas, parques, paseos, malecones y alamedas, se acumulen oficiantes de toda condición, agentes de varia mercancía superflua, profesionales del tenderete, al arrimo del tumulto, la ocasión y los embates reflejos de Iván Petróvich Pávlov. La especie incluye también catervas de pintores, destajistas del retrato, virtuosos del pincel, personificación portátil de un fotomatón al carboncillo, que ofrecen al corro de curiosos un caballete, un silla plegable y la muestra artística de algún personaje notorio de la farándula tabloide. Suelen anunciar producto y profesión en breves mensajes neutros e inocentes: «Retratos en diez minutos», por ejemplo, ágil subordinación de la habilidad figurativa al requisito alimenticio. Éste de hoy, sin embargo, ha ideado un reclamo publicitario de primer orden. «Parecido garantizado», puede leerse en un cartel clavado en el tronco de la acacia. Tal reducción a garantía de la propia cualidad artística, mero aval del trazo, resulta ciertamente descorazonadora, estremece el gozo estético del naturalismo fotográfico y esgrime a ciegas la primicia de la degradación. Dirigido sin duda contra la ineptitud de los colegas o contra la torpeza fraudulenta de los competidores, dispuestos en batería, el pregón vuelve su filo irremediable contra el artesano al que enaltece, toda vez que, en la medida en que garantiza la evidencia, contiene en sí su propia negación, el argumento ad scriptum que encierra el principio de contradicción publicitaria. Con toda seguridad, el forastero que, entre incauto y generoso, entre intrigado y solidario, se preste al retrato soportará durante quince minutos de silla plegable la desazón íntima de un final imprevisible. El parecido garantizado sólo garantiza, en realidad, incertidumbre.

1.6.11

Culpa

La madeja de la culpa devana hilos tan complejos, teje lienzos tan dispares, que parece imposible desentrañar la intrincada maraña de sus sutilezas. En ocasiones, por ejemplo, es la condena y no el delito quien convierte al acusado en culpable. Ciertas personas, a veces, «siguen siendo culpables no sólo más allá de la absolución, sino incluso más allá de la misma inocencia». En contrapartida, por tanto, no es de extrañar que, en otras ocasiones, la negación del perdón pueda convertirse en una legitimación de la ofensa previa.