17.1.18

San Fulgencio

He recordado estos días que en mayo de 2004 se celebró en la plaza, entonces todavía quizás en grado de tentativa, una feria del libro que luego, con el tiempo, se ha ido consolidando hasta alcanzar el formato actual. No había carpa entonces y las presentaciones (al menos en aquella ocasión) se hacían en el salón de plenos del ayuntamiento. No recuerdo si fue el mismo año en que se anunció que acudiría a firmar sus libros el poeta portugués Fernando Pessoa, lo que hubiera sido desde luego milagro y maravilla y quién sabe si no esoterismo y teosofía, pero sí recuerdo que en el salón de plenos hicimos una doble presentación conjunta Álvaro Valverde y yo (no era la primera vez que presentábamos libros al alimón, la sala Verdugo fue durante mucho tiempo el lugar de nuestras intervenciones): un libro de viajes de Álvaro titulado Lejos de aquí (viajes, se entiende, en el sentido en que la noción de viaje forma parte de su poética) y una novelita mía titulada Paradoja del interventor, la historia de un personaje que pierde el tren una noche de noviembre y deambula durante días por la ciudad mientras se acentúan los síntomas de su degradación. En principio pensé que la novela encajaba en el llamado efecto forastero, fórmula narrativa en que la llegada de alguien de fuera (forastero) saca a la superficie todas las hipocresías, las maldades, las cobardías de una familia, de un grupo o de una comunidad. La sola aparición del forastero genera el conflicto, a veces porque lo trae consigo, a veces porque lo provoca con su actuación y a veces, en fin, porque ante su mirada imparcial afloran todas las miserias latentes. Al final, si la trama es ortodoxa, los conflictos se resuelven y el forastero abandona el escenario (hay un sinfín de películas, westerns sobre todo, que se acogen a ese principio). Por eso advertí enseguida mi error. Tal vez la presencia de mi modesto interventor hiciera aflorar cierta miseria moral comunitaria, pero su actuación se limitaba a un continuo deambular anónimo: el pobre hombre no intervenía en nada, no arreglaba desaguisado alguno y se resignaba a su propia desventura. No podía, por tanto, recurrir al efecto forastero. Tenía que idear un epígrafe distinto para la presentación. Y se me ocurrió uno: el síndrome del agrimensor. (Que tal vez parezca algo arrogante, porque es como si reclamara el magisterio de Kafka; nada cabe hacer al respecto: la sombra de Kafka es alargada.) Como se sabe, el agrimensor de Kafka se empeña en vano en acceder al castillo, pero todos sus intentos se ven frustrados: da pie así al nacimiento del héroe de la épica moderna que da vueltas inútilmente en torno a un centro inaccesible. Algo así pasaba con mi modesto interventor: que andaba como alma en pena por una ciudad que no lo acogía, lo rechazaba y lo percibía como un cuerpo extraño. De ahí que al final terminara marchándose. Viene todo esto a cuento de que yo soy forastero (en sentido puramente literal, no a la manera del pistolero del lejano oeste). Verdad es que hace más de cincuenta años que vine, que he dado clases de bachillerato durante treinta y muchos años, que algunos escenarios de mis historias son tal vez reconocibles y que me gusta fechar los escritos ensayísticos en Plasencia (nada, por otra parte, meritorio), pero creo que la condición de forastero es indeleble. Sin embargo, he de decir que, a diferencia del infortunado interventor, yo no soy agrimensor: que siempre he tenido acceso franco al castillo y que el honor con que hoy se me distingue no hace sino confirmarlo. En demasía, subrayo, desmesuradamente. Porque los honores personales, por lo que tienen de extrañeza y de compromiso, son siempre desmesurados y son siempre inmerecidos. Pensar lo contrario es mayor presunción que afiliarse al síndrome del agrimensor. Por fortuna, siempre podemos contar con la sabiduría de Juan de Mairena y su reducción de los banquetes (o sea, los honores, los reconocimientos) a las diversas manifestaciones del carácter del género humano. No hay, pues, más alternativa que encomendarse a san Fulgencio, agradecer con sinceridad y con modestia tan honrosa distinción y celebrar una vez más la compañía de Álvaro Valverde, que, por fortuna, no solo no está hoy lejos de aquí, sino que no me ha dejado abandonado a mi suerte en esta manifestación patronal de sus múltiples Plasencias.

Plasencia, 16 de enero de 2018