«Empecé este cuaderno o documento hace un año más o menos,
después de terminar una novela cuya redacción me llevó ocho años o más bien se
llevó ocho años de mi vida», escribe César Martín Ortiz (1958-2010) en el texto
titulado precisamente «Cuaderno» («no es un cuaderno sino un documento de
Word», puntualiza, «pero los escritores todavía hablaban de plumas y de cálamos
cuando ya le daban a la Olivetti manual, y hasta a la IBM eléctrica») y habrá
que subrayar con esmerado énfasis los ocho años dedicados a esa novela, pues
hasta el momento (tan objetivamente prematuro) de su muerte, Martín Ortiz
apenas había publicado un par de libros de poesía —Dedicatoria o despedida (1990) y Toques de tránsito (1995)— y tres breves libros de cuentos —Un poco de orden (1997), Nuestro pequeño mundo (2000) y Paso de
contarlo (2004)— de reducido alcance editorial y, salvo tal vez el primero,
un tanto a regañadientes. Sospecho, pues, que a partir de 1997, bien fuera por
los desengaños de la experiencia, por una consideración adversa del panorama literario
o por rasgos esquivos del carácter, Martín Ortiz renunció a la literatura
pública y publicada —«paso de contarlo» equivale a un laborioso lema heráldico—
y se entregó de lleno y a solas a la escritura. De esa obstinación procede una
abundante obra inédita: las novelas A sus
negras entrañas, Necrosfera, De corazones y cerebros e (inconclusa) Pecado; las colecciones de relatos Los jardines de belén, Noticias de otro
país, El cuchillo de Jorge Cafrune; y
estos Cien centavos* que ahora,
afortunadamente, se publican, cuyo mérito, sin embargo (me apresuro a subrayarlo),
no reside en la vida retirada del autor, ni en el obstinado encubrimiento de su
obra, por mucho que nos seduzca esa suerte de exilio al que se acogen quienes
deciden abstraerse del mercado editorial (circunstancias a fin de cuentas
secundarias, ecos de romanticismos narrativos complacientes), sino en la
calidad formal y material del contenido.
Siempre he creído que los buenos libros contienen sus
propias guías de lectura, pero Cien
centavos incluye, además, su propia reseña: da cuenta a un tiempo del
propósito y del resultado, muestra el equilibrio entre ambos términos y
aventura su porvenir. Por eso conviene atender a sus palabras: «Me propuse
cambiar de tema cada dos páginas, cambiar de género cada vez que me apeteciera
y tantear registros con la libertad de quien no se ha propuesto algo importante»,
se sigue leyendo en «Cuaderno» y tal vez quepan descripciones más minuciosas
del contenido de estos Cien centavos,
pero nada tan útil como el propósito declarado de su autor. Pues de eso se
trata, en suma, no de un libro de relatos tradicional, sino de una suerte de
diario narrativo sobre lo inmediato repartido en (si no he contado mal) ochenta
y dos textos que acogen narración, reflexión y opinión, por lo que se refiere
al género (también algunos poemas), y que combinan, en lo que al autor se
refiere, observación, lucidez, humor y melancolía. Es, también, uno de esos libros
que no admiten resumen, sólo los elogios del deslumbramiento, pues en su
catálogo, tan polícromo como extenso, tienen cabida utopías antropológicas, sociológicas
y filológicas, apuntes sobre el entorno del narrador (un local comercial, un
accidente, unos vecinos marroquíes, un compañero obsesionado con la carretera
que va de J. a S.), semblanzas de caracteres solitarios y, por lo general,
desventurados (la mujer ordenada, el hombre mediano, el americano sabático, el
joven tarado, la mujer rara), relatos tradicionales en los que el narrador cede
el «yo» a personajes anónimos (un camarero, por ejemplo, o una especie de
médium de la muerte), lecturas (Bolaño, Garmendia), hábitos y costumbres ( las
estaciones alteradas, el cambio de hora, la pólizas de seguro, las romerías,
los jardines) o, en fin, sin agotar por ello la enumeración, leves episodios
conyugales, mustias rutinas de parejas.
Y en cuanto al destino futuro de Cien centavos bien que me gustaría que se cumplieran, en parte al
menos, los pronósticos del autor. «Es posible que cuando esté muerto», escribe,
«haya quien diga que es mi mejor libro; a fin de cuentas son cosas por este
estilo las que han durado, textos sin mucho encumbramiento ni pretensiones,
redactados en una prosa que es de su tiempo y que no aspira a la hermosura ni a
la sorpresa, salvo excepciones, porque tampoco en esto he querido adoptar
actitudes tajantes y hay días en que uno se levanta con ganas de sorpresa y
hasta de hermosura», lo que me ha hecho recordar las palabras con que se
refirió fray Luis de León a sus poemas —«entre las ocupaciones de mis estudios
en mi mocedad, y casi en mi niñez, se me cayeron como de entre las manos estas
obrecillas»—, pues son sobre todo esas «obrecillas» las que seguimos leyendo y
celebrando. No lo sé. Sí sé que Cien
centavos es un libro íntimo, ajeno a toda ambición y a toda trascendencia, y
es por eso un libro que se basta a sí mismo, que no pretende cambiar el mundo
ni influir en el curso de los acontecimientos, más próximo a la resignación y
la tristeza que a la rebeldía y la militancia, tan sólo —y es lo que da sentido al todo— el
discurrir de una prosa que avanza suavemente por entre las melancolías del
atardecer, los mismos atardeceres en que uno imagina al escritor yendo del
ordenador a sus paseos y de sus paseos (con perro) al ordenador. Y si me atrevo
a poner un límite a los pronósticos del autor —«en parte al menos», he escrito—
es porque no habría mejor ventura para las novelas y los relatos a que se
entregó durante años César Martín Ortiz, y para quienes admiramos su escritura,
que encontrar pronto y adecuado acomodo editorial.
* César Martín Ortiz, Cien
centavos, Baile del sol, 2015