14.9.17

Ednodio Quintero


I. INTRO. Como lector, tengo que empezar confesando mi enorme desconocimiento de la literatura que se escribe ahora en los diversos países latinoamericanos, a los que, por otra parte, más por ignorancia que por arrogancia, tendemos a considerar aquí como un conjunto unitario, como si Venezuela, Chile, Ecuador o Guatemala formaran un todo uniforme e indisoluble. Es sabido que el llamado boom no solo supuso un zarpazo para la narrativa española de entonces, sino que oscureció considerablemente a las siguientes generaciones de escritores latinoamericanos. También las grandes editoriales industriales se han desentendido en gran medida de su función mediadora, de modo que no son muchos los escritores que, digamos, han cruzado el océano con viento favorable. Yo mismo, si me pongo a pensar, creo que solo soy más o menos seguidor, dentro de lo que cabe, de César Aira (porque seguir fielmente a César Aira es tarea imposible). Hace apenas una semana leí en un periódico la lista de los mejores 39 escritores de ficción latinoamericanos menores de 39 años de 2017 y solo me sonaban un par de nombres: o porque publican en grandes editoriales españolas, o porque escriben en periódicos españoles. Ya puestos, repasé también la lista de los 39 escritores menores de 39 años de 2007 y, triste es decirlo, solo he leído a tres o cuatro, casi por las mismas razones. Lo que significa que la travesía atlántica de literaturas que hubo años atrás ha quedado encomendada a pequeñas editoriales independientes, entre las cuales tiene Candaya un papel destacado: porque sus libros están muy bien hechos y porque cuenta en su catálogo con autores a los que sin Candaya no hubiéramos tenido acceso: pienso, a título personal, en Sergio Chegfec, en Sergio Galarza o en Juan José Becerra. Todo este preámbulo es un acto de contrición para terminar diciendo que hasta hace una semana de Ednodio Quintero solo conocía el nombre y los grandes elogios que de él hace Enrique Vila-Matas: «El mejor narrador venezolano de su generación», dice. Confieso mi culpa: sobre todo porque Candaya ha publicado otros libros suyos anteriormente. En fin, el modo como llega a uno a los libros es a menudo caprichoso, así que bien podemos agradecer ahora a Candaya y a La puerta de Tannhäuser la oportunidad de leer y conocer a Ednodio Quintero.

II. EQ. Voy a prescindir de la informaciones básicas, porque en la solapa de El amor es más frío que la muerte figuran numerosos títulos de sus libros de cuentos, sus novelas y sus ensayos, así como sus características de profesor, fotógrafo y, sobre todo, por lo que toca al día de hoy, japonólogo. Tampoco voy a recurrir a las palabras elogiosas que escritores o críticos como Juan Villoro, Masoliver Ródenas, Carles Celli o Jorge Carrión han ido dejando caer en los suplementos de Abc, La vanguardia o El país, una extensa profusión de elogios accesibles en la red. Vamos, pues, al libro que nos ocupa.

III. QUÉ. Diré primero que he leído El amor es más frío que la muerte* con la inercia de la mentalidad clásica, como lector educado a la sombra de la novela decimonónica, y tratando, por tanto, de comprender razonablemente los porqués de la acción y de ajustarlo todo a la simetría de las tramas tradicionales. No es buen procedimiento. El afán lector de atar todos los cabos con una coherencia argumental explícita y cerrada, de abarcar totalmente la trama al modo impuesto por el cine comercial norteamericano, no da aquí resultado. No estamos antes una novela que se pueda resumir en cuatro líneas. Podría decir, sí, que el narrador (la historia avanza en primera persona) ha abandonado un hospital para apestados, huye de un «invierno nuclear», ha recorrido unos parajes abruptos, «las escarpadas y agrestes montañas de la Cordillera Occidental» y ha llegado, «íngrimo y solitario», a un «páramo yerto» tal vez con el propósito de propiciar que salga a su encuentro la misma elfa que lo sorprendió cuarenta años atrás en el mismo lugar o en algún lugar semejante, una elfa que, cual niña traviesa, le quitó entonces unos guantes de cabritilla quién sabe si con la intención secreta de que el narrador la siguiera y se quedara para siempre «a vivir en un mundo sin tiempo ni estaciones, un mundo con un cielo poblado de nubes geométricas, idénticas entre sí, el cielo de Moebius, disfrutando de los favores de una hembra bellísima y sensual». Hubo después numerosas excursiones al lugar de los hechos (el narrador ha perdido la cuenta), pero fueron en vano. Y «ahora que he vuelto a estos lugares donde hace cerca de cuarenta años tuve la oportunidad de quedarme a vivir para siempre con una elfa preciosa, la encarnación de la belleza perfecta», dice, «me invade el desconsuelo al pensar que durante estos años, que superan la mitad de mi existencia terrenal, he permanecido en el limbo medrando al igual que un espectro pusilánime y sin ambición». Entretanto, a la espera de acontecimientos, y tras alimentarse con un conejo sazonado con sus propias lágrimas, el torbellino de su mente empieza a recuperar recuerdos, sueños, pensamientos y episodios biográficos ocurridos cinco años atrás, o quince, o cuarenta, sin que sea del todo posible distinguir la categoría de unos y otros. «Vuelvo mi mirada hacia el pasado a ver si encuentro algunos motivos que pudieran justificar mi presencia en este mundo hosco y hostil luego de la pérdida del paraíso —el paraíso, se entiende, representado en mi fugaz encuentro con la elfa—, y no es mucho lo que alcanzo a ver». Y así podemos seguir una peripecia copiosa y delirante: la danza en sueños del narrador Mantilla con el espectro de Nick Garcés; la embrujada relación de Chico Bastidas con la niñita de Calderas; los poderes de la viuda Práxedes; el conejo Daniel lavando con agua de lluvia el cadáver de la hermosa Melanía; los torrenciales amores del conejo Daniel con la sordomuda Rosario; el trance erótico en que andaba el narrador cuando Paolo Rossi marcó un gol en el minuto 57 de la final del mundial del 82 entre Alemania e Italia (Azucena, «diestra con la zurda»); la primera excursión a la Laguna Verde con sus hermanos Gerardo y Argenis, con el conejo Daniel y Rufino Mesa, con Pierre-Emilio; el único modo de encontrar el verdadero díctamo real; la Parca jugando al dominó; la casa en ruina de una muchacha andrajosa a la que le conduce un perro con nombre de piloto; un recorrido turístico por Tokio con Valeria, y Yuki-o; un encuentro en el bar Q con la actriz porno Hayaka; los juegos malabares de Dalia en México; o, en fin, «el sueño de las primas clonadas». Como se ve, la enumeración no podría ser más sumaria y acaso incongruente.

III. CÓMO. Pero es obvio que al autor no le interesan las estructuras clásicas ni le conviene el argumento tradicional. Lo que no significa que no se trate de un texto bien articulado. Es cierto que el narrador, «Epa, Montilla», cuenta las cosas según van acudiendo a su mente o su memoria, que mezcla relatos pasados, propios o ajenos, con la secuencia presente (por ejemplo, mientras observa cómo el conejo Daniel prepara un café cerrero), que introduce incisos, paréntesis narrativos dentro de paréntesis narrativos, episodios dentro de episodios. Por eso a veces califica el relato de «delirio», de «berenjenal», de «lío colosal», de «popurrí», y, consciente de lo que podríamos llamar excursiones del discurso, da paso a menudo a interferencias, bien sea de un alter ego, de una segunda voz del narrador, de un lector improbable, de un presunto interlocutor e incluso de una antigua conocida que mediante correo electrónico no solo exigen el desenlace de los episodios inconclusos o en suspenso, sino que le reprochan inverosimilitudes o ponen en duda los términos del relato: «Lo más probable es que desde el mismo inicio de esta narración, que por momentos se adentra en una zona de oscuridad, amenazada por la tiniebla inmediata, nos hayas estado tomando el pelo, a tus escasos, hipócritas y mal queridos lectores», le reprochan. O también: «Esta no es una perorata como las que sueles endilgarnos a cada rato sin piedad, lo que en realidad aconteció es que aún permaneces delirando de fiebre en el hospital para apestados donde fueron a recalar tus huesos de pajarito». Poco le importa todo esto al narrador. «A palabras sordas oídos necios», dice. «Qué importa lo caótica que esté resultando esta narración, nada me importa mientras continúe soñando». «En la ficción, como en la guerra», añade, «como en el amor, todo está permitido». Al «argumento de que mi relato falla por el verosímil» responde que «en cuanto al verosímil que tanto atormenta a los escritores realistas, a mí me tiene sin cuidado». La expresión literaria de la realidad es mera imitación y para él es «un reflejo de pobreza mental. Prefiero la originalidad por encima de cualquier malabarismo verbal o preciosismo de estilo, y esto vale también para la elección de los temas, aun cuando se afirme que ya todos los argumentos se encuentran en La Biblia, El Decamerón y Las mil y una noches (…). El artista moderno parte de la nada, su obra (…) surge de su imaginación, es decir de su psiquis deteriorada». Y en algún punto de esa psiquis deteriorada sabe el narrador que «no hay forma ni manera de parar la avalancha de recuerdos, sueños y pensamientos que fluyen como el río de Heráclito» y que tal vez haya «arribado a estos lugares donde el oxígeno escasea con el único y deliberado propósito de hacer un recuento pormenorizado de mi pobre vida, para luego morir». El propósito es claro: «Recuerdos, sueños, pensamientos me sirven de alicientes, a la manera de los puntales que sostienen el techo de una mina, para no sucumbir a la desolación. En ellos me he ido apoyando a lo largo de estos solitarios días, o acaso son apenas unas cuantas horas estiradas como la melcocha preparada por un demonio, barajándolos y mezclándolos en una suerte de popurrí demencial, en ellos he ido trazando mi retrato armado con retazos de mi propia piel, una selfie (…) donde se manifiesta (…) lo mejor y lo peor de mí mismo». También el resultado es claro: «En estos dilatados días pasados en blanco en un páramo yerto […] he tenido la oportunidad, quizá el privilegio, de repasar escenas completas de mi vida, recuerdos, sueños, pensamientos, sin sacar nada en claro».

IV. MÁS. He mencionado antes algo relacionado con la elección de los temas y son varios los que se podrían enumerar en El amor es más frío que la muerte, pero ya me he excedido más arriba en la enumeración de episodios y voy a subrayar solo uno al que también se refiere el narrador: «Se me acusará del abuso de ciertos temas», dice, «de mi predilección por lo monotemático, digamos por un Eros exacerbado», y tiene razón, porque ese «Eros exacerbado» («aceptaré los cargos de pornógrafo rural o urbano», admite en cierto momento) o «luminoso, tierno, festivo y, en ocasiones, perverso», como dice la contracubierta, o «mi debilidad hacia lo femenino», como también dice el narrador, recorre la historia de principio a fin y del que no cabe dejar al margen cierta fijación recurrente que se puede expresar con las palabras del escritor predilecto del narrador (que no sé si puede sorprender que sea el japonés Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes): «¿Por qué, entre todos los animales, en el largo curso de la creación, sólo los pechos de la hembra humana habían llegado a ser hermosos? ¿No era para gloria de la raza humana que los pechos femeninos hubieran adquirido semejante belleza?».

V. FIN. Nada voy a decir de la prosa, sobre todo de los periodos de apertura y cierre, porque basta leer el primer párrafo para advertir su vigor. Ni de la dimensión simbólica que puedan tener unos y otros ingredientes (la elfa, la peste, el invierno nuclear, el páramo), porque los símbolos han de permanecer secretos y porque de ciertas cosas (propósitos, procedimientos, dificultades) es mejor que hable el autor. Prefiero terminar diciendo que, al margen de la «psiquis deteriorada», estamos ante un narrador ilustrado y jovial. Prueba de lo primero son las numerosas referencias culturales, intelectuales, literarias, musicales. Prueba de lo segundo son los rasgos de humor coloquial, los ripios, las bromas lingüísticas, los juegos de palabras, los chistes léxicos, los hallazgos afortunados, como la existencia de un «sicariato sexual», la descripción de la letra manuscrita como «hormigas ebrias bailando chachachá», la transformación del nombre de la «famosa reina del porno vernáculo, Ramona Cabrera [en] la cabrona ramera» o, por último, el movimiento de Judas Iscariote en una partida de ajedrez que hace exclamar a Jesucristo: «No me judas con ese peón cuatro caballo».

* Ednodio Quintero, El amor es más frío que la muerte, Candaya, 2017

 Plasencia, 11 de mayo de 2017