30.8.08

Invitación a la resistencia

José Antonio Gabriel y Galán nació en 1940 y murió en 1993. Escribió tres libros de poesía y cinco novelas y dirigió la segunda etapa de la revista ‘El urogallo’. De todo ello, sin embargo, al cabo de los años, apenas si queda una vaga (tal vez cautiva) memoria. ‘El urogallo’ prácticamente desapareció con él, las ciento ochenta páginas completas de su ‘Poesía 1970-1985’ alimentan el olvido, sus novelas no gozan de actualidad editorial (pese a que algunas, como ‘El bobo ilustrado’ o ‘Muchos años después’, bien podrían subirse al carro de las efemérides, ya fueran próximas o remotas) e incluso el ISBN lo mezcla y lo confunde todavía con su abuelo («un apellido que me persigue», escribe: «he vivido con esa resonancia, metido en esa resonancia, en una campana, dominada por mi abuelo»), de modo que la publicación póstuma de ‘Diario 1980-1993 (Invitación a la resistencia)’*, si bien, por una parte, viene a poner en las librerías de nuevo el nombre de su autor, aunque sea levemente, en estos tiempos vertiginosos, viene también, por otra, a darle la razón en los temores y lamentos que él mismo bautizó con amargura como «crónica del resentimiento».

El diario se inicia con el diagnóstico de un linfoma y un venturoso estreno teatral: «Un día, pues, feliz, corregido por una sentencia de muerte», y se prolonga durante treces años en una sincera, lúcida y dolorosa exploración del yo, un «yo» que cabe definir a partir de la entrada del 18/04/87, casi a mitad de camino de la resistencia, donde se lee: «Me miro en el espejo del cuarto de baño del hotel, espejo múltiple de cuatro caras que te enmarcan. Me miro en cada uno de ellos y veo a cuatro individuos distintos: a uno lo reconozco más que a otros, sus perfiles me son más próximos, pero es una rara variedad de la misma especie desconocida que soy yo». El espejo múltiple del hotel no deja de ser una casualidad metafórica, un azar de la semana santa sevillana, pero el «yo» del diario se despliega precisamente en las cuatro direcciones de una encrucijada existencial: la enfermedad, la escritura, el resentimiento y el juego.

No se trata, sin embargo, de un sujeto fragmentado, sino un único sujeto solo que escribe, que no se siente reconocido literariamente, que se sabe fascinado por el riesgo del casino y que, en fin, frente al rigor de la sentencia, «jamás aceptará que merece la muerte». De ahí que el diario sea un intento de comprender mediante análisis, y aun psicoanálisis, los distintos rostros del espejo y el modo como cada uno repercute en los otros según el inexorable azar de la ruleta. Y de ahí que sean frecuentes las combinaciones, las interferencias, las relaciones de subordinación y los emparejamientos, las equivalencias o la invasión transversal del rostro más obsesivo en cada caso, como puede espigarse en numerosas entradas: «Pero ya quedas clavado en esa zona fronteriza en que el ser o no ser no es ya sino una apuesta, un riesgo sobre el riesgo», «La vida -que es riesgo e inseguridad- resulta maravillosa, quizás por eso», «La salvación es un riesgo», «El juego y la literatura son la misma cosa. El casino y mi novela son la misma cosa: un juego», «Hay dos tipos de escritores: los que se juegan la vida en su trabajo y los que no», etcétera.

«En la notas, diarios, etc., sólo están apuntados los momentos dramáticos. De ahí la monotonía patética», escribe Gabriel y Galán, pero no ese su caso: no abundan las «crisis psíquicas». El lector asiste, como debe ser, al avance de la enfermedad y a la descripción de sus secuelas, pero también a la inaplazable tentación del casino, a la escritura de ‘Muchos años después’, a las incertidumbres de escritor, a los reproches de insuficiencia intelectual, y también a los barrios bajos de la literatura, a los afanes periodísticos, a la agonía de Juan García Hortelano o al entierro de Pasionaria y su interpretación simbólica.

Pero, puesto que se trata de un diario in extremis, iniciado al (y por) «ser consciente de que ya no soy inmortal, como había creído hasta ahora», la reflexión sobre el yo se impone con una obstinación y una ansiedad que desembocan en la saturación del propio yo. «Necesito hablar, necesito comunicarme», escribe el 3/03/88, «pero es raro, no con otros, sino conmigo mismo, de manera ordenada, para racionalizar mi situación, alejándome de la obsesión que me domina y que, paradójicamente, me tiene hasta el gorro de mí mismo». Y añade: «Creo que el verdadero enfrentamiento con uno mismo no es pensarse, sino escribirse». De esa necesidad de escribirse y de ese enfrentamiento consigo mismo surge la condición más elocuente de estas páginas: la sobredosis de conciencia.

En las novelas de Gabriel y Galán el conflicto surge cuando, abandonados por la «providencia», los personajes pierden la seguridad: padecen entonces «el complejo de licenciado Vidriera, la sensación de vulnerabilidad física, en definitiva, la indefensión ante la muerte». De ahí, concluye el propio autor, «que todas ellas sean absolutamente autobiográficas». A José Antonio Gabriel y Galán (conviene insistir en el nombre propio: José Antonio) le abandonó la providencia el día que estrenó su versión de ‘La velada de Benicarló’, de Manuel Azaña. Allí empezó su propia novela, su valiente y valiosa ‘resistencia’. «Tengo la impresión de que me moriré sin que nadie me conozca, ni siquiera yo mismo», escribió, a raíz de tanto asedio. Pero ‘Diario 1980-1993’ no es una mera tentativa, sino un testimonio fiel de los rostros del «yo». Y, si se combina y complementa con los escritos estrictamente literarios del autor, se obtendrá la semblanza completa: nítida y compleja, severa y dolorida.

*José Antonio Gabriel y Galán, ‘Diario 1980-1993’, Editora Regional de Extremadura, 2007 [Premio Extremadura a la Creación]

Turia, nº 85-86, Marzo-Mayo 2008

26.8.08

26-08-2008

No es mal día hoy, 26/08/2008, con la vista ya puesta en el cercano horizonte del 01/09/2008, para volver, para poner un límite, para anotar, en fin, que, como se va acabando el tiempo (las vacaciones, la pereza, la desidia, germen de todo mal, según los clásicos), me he puesto a leer ‘Anatomía de la melancolía’, de Robert Burton (selección de Alberto Manguel, AE, 2006), para recrearme en la suerte, y así he venido a dar (pág 154, ¡funesto número!) con unos versos de Horacio (Epístolas, I, 20), «Hoc quoque te manet, ut pueros elementa docentem / occupet extremis in uicis balba senectus», que Ana Sáez Hidalgo traduce así: «Y también te aguarda eso: que en tu blanca senectud te destinen a enseñar el alfabeto a los niños». Horacio se dirige a un libro, «Vortumnun Ianumque, liber, spectare uideris», pero en estos tiempos de agosto y anticiclón y fahrenheit y 451 y, sobre todo, de prosopopeya —«cisne en lo cano y más en lo canoro»—¿quién no se da por aludido y no se siente sentenciado y víctima de lo que Burton llama (impropiamente, diz) melancolía en disposición, «esa melancolía transitoria que va y viene en cada ocasión de tristeza, necesidad, enfermedad, problema, temor, aflicción, enojo, perturbación mental o cualquier tipo de cuidado, descontento o pensamiento que cause angustia, torpeza, pesadez y vejación del espíritu», etcétera, y que hoy reducimos, sin más, a vago síndrome de otoño, septiembre sintomático, oscuras golondrinas?