I. Incipit. Casi tengo que empezar
justificando mi presencia en este acto. Venía diciendo últimamente que me había
retirado de toda tarea presentadora con sólo un par de excepciones, Juan Ramón
Santos y Alonso Guerrero, en el caso, claro está, de que tuvieren a bien querer
contar conmigo en tales circunstancias, y he aquí que, en la pasada feria local
del libro, cuando acababa de recurrir por última vez a esa determinación, a
medio camino entre el propósito y la promesa, aquella misma tarde, digo, me
llamó Alonso Guerrero para invitarme a participar en la presentación placentina
de El mundo sumergido. Alonso sabe,
como lo sabe Juanra (vamos a llamarnos como nos llamamos habitualmente), que
puede contar siempre conmigo en estos menesteres. He echado la vista atrás y tengo
memoria clara de que presenté su segunda novela, Los ladrones de libros, probablemente en 1992 y en Badajoz. Guardo documentación
escrita del acto, pero no necesito consultarla para recordar que ya entonces,
enredando un poco con la fórmula aristotélica, atribuí a Alonso la condición de
«animal literario». Desde entonces he participado en sucesivas presentaciones
de libros suyos, unas veces en Cáceres y otras en Badajoz, a saber: El durmiente (1998), Fin de milenio en Madrid (1999), De la indigencia de la literatura
(2004), Un palco sobre la nada (2012)
y Un día sin comienzo (2014). He
tenido además el privilegio de leer tres novelas suyas que permanecen inéditas,
alguna desde hace bastante tiempo: Un
tormento moderno, Declinio y El amor de Penny Robinson (y conste que,
aunque digo esto por pura presunción, también lo hago para que se conozca el
alcance y la perseverancia como escritor de Alonso Guerrero). Como se ve, pues,
aunque sin la perspicacia, la hondura y la calidad de Ricardo Senabre, que era
ferviente defensor de su escritura, creo que, cuantitativamente, sí puedo
situarme entre los primeros «guerreristas» o (mejor) «alonsistas» de la
parrilla. De ahí que esté siempre dispuesto a colaborar con él. En esta ocasión,
sin embargo (esto lo supe después), se trataba de una presentación doble, las
primeras letras, A y B, de Lunas de
oriente, la cara narrativa de la colección de poesía que como Luna de poniente la editorial De la luna libros ha llevado a cabo en
los últimos años, y así a El mundo sumergido
había que añadir Te tendré que matar,
el segundo libro que, tras aquellas entrañables Historias de Villa Germelina, publica Nicanor Gil. Y no es que no
quisiera presentar un libro de Nicanor Gil, sino que se me planteaba un
problema de conciencia: no ser consecuente con mi determinación y con una palabra
varias veces empeñada. Tampoco podía volverme atrás y dejar a Alonso en la
estacada después de haber aceptado la invitación. He ahí, pues, un dilema moral
triple (uno y trino, también podría decirse): hacerle un feo a uno, a otro o a
los dos. Mas he aquí que tras mucho reflexionar, con música de Javier Krahe de
fondo, terminé aceptando el doble cometido y, para que no quedara en entredicho
mi propia dignidad, decidí cambiarla por un plato de lentejas, esto es, sucumbí
a las primicias de una oferta agropecuaria (Nica también es hortelano) que,
como se oye tanto desde los albores de El
padrino, en modo alguno podía rechazar. Obsérvese, además, el título del
libro: Te tendré que matar, la
perífrasis de un futuro inexorable cargado de presagios. No era cuestión, por
tanto, de andarse con remilgos. De modo que aquí estoy dispuesto a decir algo
sobre Alonso y algo también sobre Nica. Y puesto que se me ha escapado ya en un
par de ocasiones el hipocorístico (Nica), lo seguiré usando, aunque no sé si con
la suficiente propiedad. Como muchos de los presentes saben, Nica es muchas
cosas, no sólo hortelano y escritor, no sólo informático; por ejemplo todos pueden
ver que tiene hechuras y talante de cantautor y no sé yo si no habrá tenido
alguna vez la duda de optar por la música o por la literatura, por una de las
dos, en cuyo caso tal vez debería ser Nica en los escenarios y en las desmelenadas
carátulas de los cedés y Nicanor Gil en las tarimas, en las librerías y en las
portadas de sus libros. Sea ello como fuere, lo llamaré Nica, que es como lo
conoce aquí todo el mundo.
II. Nicanor
Gil. Por
otra parte, pensándolo un poco, hablar del libro de Nica no es complicado. En
realidad, bastaría con decir que, en principio, Te tendré que matar es un conjunto de variaciones en torno a los Crímenes ejemplares que Max Aub publicó en
México en 1957 (ciertamente, son muy mejicanos), relatos breves, brevísimos, de
una línea, de media página, poco más (hoy sería inevitable un prefijo «micro»,
tal vez «microcrímenes»), cuyo fondo común es la combinación de humor y crimen.
Por ejemplo: «—¡Antes muerta! —me dijo. ¡Y yo lo único que quería era darle
gusto!»; «”Un poquito más”. No podía decir que no. Y no puedo sufrir el arroz»;
«¿Ustedes no han tenido nunca ganas de matar a un vendedor de lotería, cuando
se ponen pesados, pegajosos, suplicantes? Yo lo hice en nombre de todos»; «¡Que
se declare en huelga ahora!»; «Me echó un trozo de hielo por la espalda. Lo
menos que podía hacer era dejarle frío»; en fin, así Max Aub. Como se ve, el
procedimiento parece sencillo. Salvando
el fondo —crimen en lugar de metáforas o de fragmentos de la memoria—, en algo
se asemejan a las greguerías de Gómez de la Serna, que han tenido muchos
seguidores, o a los «Me acuerdo» de Georges Perec, que también han tenido los
suyos. Con ese título —Me acuerdo, Je me
souviens— publicó Perec un libro con varias páginas en blanco al final para
que cada lector añadiera sus propios «me acuerdo», la recuperación de esos
instantes fugaces y pretéritos que merecen alguna forma de permanencia escrita.
Alguien, sin duda, experto en esa continuación de «me acuerdo» es precisamente Elías
Moro, uno de los directores de estas Lunas
de Oriente que ahora empiezan a andar. «Emprendo una tarea que no tiene
precedentes y que no tendrá seguramente imitadores», escribió Rousseau al
principio de Las confesiones y no
podía sospechar hasta qué punto se equivocaba. Pues bien, al igual que las
greguerías y los «me acuerdo», los crímenes ejemplares también tienen un
continuador. No sé si Nicanor Gil (o sea, Nica) es un pionero en la ejecución
literaria de nuevos «crímenes ejemplares», nuevos «microcrímenes»; por mi
parte, puedo decir que no conozco otro. Y, pese a lo dicho más arriba, añadiré
que no es tarea fácil: no parece
complicado el procedimiento, pero sí es complicado estar a la altura de la idea
primera, de ese «que se ponga en huelga ahora» de Max Aub. Nica, sin duda, lo
consigue ampliamente. Dicen que quien da primero da dos veces; pues bien, también
Nica, siendo segundo, da dos veces. De ello queda constancia en la primera
parte del libro, titulada «Mis crímenes ejemplares», con ese «mis» que aúna la modestia
con la autoafirmación y que se abre con una cita de Max Aub, que a mí me afecta
a título personal, como un aviso para ‘nemos’ y navegantes. «No murió de eso,
sino de no hablar», dice la cita: «Se le reventaron las palabras por dentro». Sin
comentarios. Siguen luego treinta y dos crímenes, ocurrentes, ingeniosos,
sutiles, que han de leerse necesariamente sonriendo y que incluso pueden
provocar la carcajada. Yo he presenciado algunas de esas explosiones de risa,
pero no voy a decir en que «crímenes» concretos: hay que leerlos todos. Sí anotaré
que se me escapa el quid del xxix,
una mínima partida de ajedrez, porque me acostumbré a la notación descriptiva en
mi juventud (P4R) y Nica, con buen criterio, opta por la notación algebraica (e4,
e5), en cuya superficie, sin el tablero delante, yo me pierdo sin remedio; y que,
puestos a rizar el rizo, no sé por qué el crimen xxxi, con Saúl Olúas y Leo Noel, entre otros onomásticos
figurantes, no es, por ejemplo, el xxx,
o el xix. Pero, naturalmente, Nica
no ha querido que todo el libro estuviera al amparo de Max Aub y ahí está la
segunda parte, «Sonrisas a prueba de balas», nueve relatos de cierta extensión
con la muerte violenta de algún personaje siempre como destino, unos cuantos
«al modo de», que reproducen hechos reales de la mitología literaria criminal,
y otros en que se suceden venganzas, ajustes de cuentas y sinrazones varias
(gumías, electrocuciones, armas de fuego), con ecos claros de Villa Germelina
en unos, con ecos de una geografía internacional otros, sin bromas todos,
porque no siempre la muerte es motivo de jocosidades literarias ni siempre el
crimen es producto de un arrebato.
III. Alonso
Guerrero. Más difícil, en cambio, es hablar
de Alonso Guerrero: porque la trama de sus narraciones no se ajusta a los
cánones clásicos y porque no responde a la tradición de autores naturalistas. Dije
antaño, en 1992, que Alonso era un animal literario y sus escritos posteriores
no han dejado de confirmarlo. Quiero decir que la literatura, la amplia
literatura universal, es el campo en el que se mueve y el alimento del que se
nutre, que (sin apenas excepciones, su libro inmediatamente anterior es una de
ellas) sus textos parten de la literatura como origen y a la literatura llegan
como destino. Nada más le interesa: sus novelas son creaciones intelectuales autónomas
que, incluso siendo a veces argumentalmente verosímiles (como podría decirse de
El mundo sumergido), no sólo no pretenden
realismos ni verosimilitudes, sino que avanzan al margen de tales requisitos retóricos.
Podría decirse que son tramas interiores y que hay que leerlas hacia dentro,
valorarlas en sí mismas, no como instrumentos para llegar a otros fines. Bien o
mal, la condición humana está en todas partes; por tanto, en literatura lo
importante ha de ser la literatura, no las miserias de la condición humana. Y
como esto es así, Alonso es un autor muy exigente, doblemente exigente incluso:
es exigente en la elaboración de una escritura sin concesiones y, por ello, es exigente
con el lector, con sus lectores, que lamentablemente son (somos) pocos, muchos
menos de los que sus escritos merecen. Creo que los procedimientos narrativos
del cine norteamericano, especialmente el que llega a las series de televisión,
tan digestivas y uniformes, han corrompido o atrofiado la estructura mental que
nos hace receptores ávidos de relatos y han reducido nuestra percepción a
simples enunciados narrativos de sota, caballo y rey, sin variantes ni
alteraciones, esto es, un crimen, tres sospechosos y un culpable: han reducido
la lectura a consumo. De algo de esto trata El
mundo sumergido. El protagonista es escritor «en un tiempo [“el tiempo
presente”] en que eso ya no tiene importancia», un escritor que pasó de la
pluma al ordenador y, con el ordenador, a un «procesador estándar […] del que
salían los mismos textos en los millones de ordenadores que había en el mundo»,
que «del procesador de textos saltó a internet» y después al teléfono
inteligente. «Siempre había sido un escritor con una estética personal»,
leemos, «una voz impuesta por la necesidad de que el mundo que miraba, su mundo,
debía ser capaz de alojar la forma en que él lo miraba». Naturalmente, esta
estética personal «le había negado el éxito como escritor, pero él despreciaba
el éxito». De ahí que, a los cincuenta y tres años, sienta la necesidad de
abandonar ese mundo y «buscar el absoluto». Todo esto está en las tres primeras
páginas. Lo que sigue es la travesía de una liberación y una búsqueda del
absoluto, sin que se sepa con alguna exactitud qué es o en qué consiste el
absoluto ni si es posible alcanzarlo de algún modo. Está de moda últimamente
decir que la buena literatura sólo puede plantear preguntas, no hallar
respuestas, que las respuestas consisten sólo en el planteamiento de esas
preguntas, de cuyo acierto dependerá su eficacia moral. Si esto es así, El mundo sumergido es, ante todo, un
relato moral. El propósito parece claro: «El
absoluto estaba en los libros», leemos, «y él quería sacarlo de allí, liberarlo
y mostrarlo con cada decisión, en cada conversación». Pero a partir de ahí no
hay camino sencillo: ni el ámbito de la experiencia ni en su delimitación conceptual.
«El absoluto es como la desgracia de las familias. Eso lo dijo Tolstoi, ¿no?»,
leemos, por una parte, o dicho de otro modo: «No hay dos absolutos iguales. Los
absolutos son como los culos, todo el mundo tiene uno. Eso lo dijo Clint Eastwood,
seguro». Pero también leemos: «El absoluto es como la muerte. Nada puedes
llevarte a él, menos aún objetos, ni siquiera objetos con una existencia a
medias, como los libros». Y en esas dos nociones —singularidad personal y
exclusión de todo lo que no sea el sujeto— se resume la peripecia del personaje.
Así, en el avance hacia la liberación absoluta figuran el teléfono móvil, los
amigos o compañeros del trabajo (el personaje también es profesor de literatura),
la hipoteca, una joven Vanesa (que conoce una gran verdad: «Los escritores no
maduráis», dice), una excedencia, una joven Nadia (que también conoce una gran
verdad: «Quien acepta las consecuencias siempre hace lo correcto») y la
infinidad de libros que el escritor y profesor ha ido acumulando a lo largo de
su vida. Hasta tal punto tiene el personaje que dejarlo todo atrás que incluso funcionan
aquí de modo especial las referencias culturales a las que Alonso, en cuando
animal literario, recurre muy habitualmente. Pues del mismo modo que hay en
Alonso cierta poética del aforismo, también hay una clara afición a las
referencias culturales, unas veces encubiertas, otras veces integradas en el
texto de modo subterráneo, y a menudo cargadas de ironía. Pues bien, las
numerosas referencias literarias que aparecen en El mundo sumergido (como la primera frase de Ana Karenina que acabo de leer o la que se atribuye a Clint
Eastwood), sean literales o alteradas, indecisas a veces, y correspondan (por
orden alfabético) a Balzac, Brodsky, Celine, Dalí, Descartes,
Harper Lee,
Kafka, Lou Andreas, Machado, Pavese o Stevenson, tienen aquí un sentido acorde
con las exigencias del absoluto: digamos que equivalen a las piedrecitas o a
las migas de pan que Pulgarcito iba dejando en el bosque pero con opuesto objetivo:
Pulgarcito no quería perder el camino de regreso y Nirvana (olvidábaseme de decir que el escritor y
profesor se llama Pepe Nirvana: no hace falta desgranar la onomástica), en
cambio, tiene que irse despojando de todo lo aprendido, de todo lo asimilado, tiene
que soltar lastre cultural, lastre literario, para alzarse hasta su nombre y alcanzar
la liberación total del absoluto. No voy a decir más. Como se ve, los escritos
de Alonso no son ligeros ni insustanciales, pero no voy a seguir devanando la
madeja. Terminaré, pues, con una palinodia. Hace
veinte años, en un ensayo titulado «Ante el cadáver de la novela», escribió
Alonso lo siguiente: «Seguramente, dentro de un siglo, una historia de la
literatura inédita del xx nos
mostrará numerosas obras de genio, obras que no tienen cabida en los mercados,
esas obras cabalísticas capaces de proyectar su luz con sólo existir, aun de
espaldas a los que leen». Yo aventuré entonces que tal vez ese pronóstico se
cumpliera mucho antes y que, acaso en 2010, se habría producido «un verdadero estado
del bienestar cultural en los destinos del hombre» donde tuvieran cabida las
novelas de Alonso Guerrero. No sé si Alonso se equivocó y no creo que podamos
algún día comprobarlo. Es evidente, en cambio, que yo sí me equivoqué, aunque en
mi descargo pueda decir que Alonso hizo el cálculo en siglos (que en literatura
son eras geológicas) y yo en décadas (que ni siquiera llegan a requisito generacional).
Lo cierto en cualquier caso es que, en muchos aspectos, en lo que al alcance de
la literatura se refiere, ha habido un considerable retroceso y que, del mismo
modo que parece cada vez más improbable el pleno empleo en el mundo laboral,
cada vez parece también más imposible que llegue ya nunca a alcanzarse un estado
del bienestar cultural en el que tengan cabida obras que proyecten «luz con sólo
existir».
IV.
Conclusión. De estas disquisiciones,
combinando la literatura con el mercado, deberían derivarse dos mandamientos. Primero:
Que se lean ambos libros. Segundo: Que, aunque no se lean, se compren. Sólo así
la luna en cuarto creciente acabará siendo algún día luna llena.
Plasencia,
27 de mayo de 2016