El llanto y el móvil
De vuelta de un paseo de mediodía bajo el débil sol de enero, me llamó la atención ver a una mujer joven que, justo en el momento en que llegaba a su altura, colgaba el teléfono de una cabina pública. Ni el hecho ni el rostro de la joven se habrían incorporado a mi memoria sin el subrayado de una circunstancia adyacente: la chica estaba llorando. Me miró y se alejó de la cabina a toda prisa, como si huyera, no de mí, sino de la cabina o del espacio del llanto o tal vez de la vergüenza. He de confesar, no obstante, que, si me sorprendió el llanto, que, en exteriores, no deja de ser una engaño de la emoción, un aliciente para la piedad, más me sorprendió la deriva de mi primer pensamiento. No tiene móvil, pensé. Y enseguida sentí remordimientos por haber antepuesto al llanto el móvil, culpable de advertir con tanta prontitud las anomalías tecnológicas de los tiempos y relegar a segundo plano las secuelas de la miseria humana, lóbrega y perdurable en sus pesadumbres. Me consolé luego, de regreso a casa, aún al abrigo del tibio e impenitente sol de invierno, conviniendo que igualmente impío hubiera sido escarbar en el llanto con un haikú o con un soneto, como impía es, en definitiva, esta entrada e impías todas y cada una de sus palabras.