Alonso Guerrero, 'Un palco sobre la nada'
I. Quienes leemos todo lo que escribe y publica Alonso Guerrero puede que ante una nueva novela no sepamos lo que vamos a encontrar, pero sí sabemos sin duda lo que no vamos a encontrar. Yo no sólo no he olvidado, sino que recuerdo a menudo, el modo brillante como definió su aversión por el realismo documental de gran parte de la literatura española. «La realidad es a la literatura como la piedra a la escultura o el barro a la cerámica: nadie ha tomado un cincel para esculpir una piedra y quedarla en su apariencia primitiva», dijo en una encuesta de los años ochenta. De ahí que la obra de Alonso Guerrero no tenga apenas raíces en la literatura nacional. De hecho, si me pongo a pensar con qué nombres podría relacionarlo, apenas se me ocurren algunos autores próximos a las vanguardias o algunas tendencias caracterizadas por la agudeza intelectual y la brillantez formal. Al mismo tiempo, sin embargo, tampoco le encuentro parentesco con los grandes escritores supranacionales de la literatura occidental. ‘Un palco sobre la nada’ se abre con una cita de Karel Čapek, «El alba, otro día, y ni una pulgada de progreso». Karel Čapek es un escritor checo, como Kafka, que, a diferencia de Kafka, escribe en checo. La admiración de Alonso Guerrero por Kafka es evidente y reiterada, pero sin embargo a mí me parece que, más allá de las aporías kafkianas y de la rotundidad del hacha contra el hielo interior y con la excepción tal vez de Joseph Conrad, su narrativa se sitúa en la órbita de escritores como Čapek, autor, como se sabe, de ‘La guerra de las salamandras’ y reconocido inventor de la palabra «robot», que incluyó en la obra ‘RUR’ (acrónimo de Robots Universales Rossum). Se trata, por tanto, de un escritor asentado en los márgenes de la gran literatura, en la periferia de los temas profundos y de prestigio occidental, y es con esta categoría de escritores, igualmente supranacionales, pero ajenos a la literatura oficial y también por ello intemporales, con los que se puede emparentar la narrativa de Alonso Guerrero. Menciono a Čapek por la cita inicial, pero bien podría hablar de Lovecraft, de Philip K. Dick (del que, como atribución y como reliquia, se conserva en la novela un «botón de su cazadora»), de H. G. Wells, de Satnislaw Lem, esto es, de escritores que han contemplado la realidad de otra manera, que tienen una forma distinta de imaginación, que no escriben sometidos a los preceptos de época y que, sin embargo, hablan de forma implacable del mundo en el que viven. Tienen, sin duda, algo de visionarios. No voy a recorrer la bibliografía de Alonso Guerrero, pero bien creo que desde la publicación de su primeros escritos, ‘Tricotomía’, de 1982, y ‘Los años imaginarios’, de 1987 (lleva, por tanto, treinta años ya publicando narraciones), se ha mantenido firmemente asentado en una posición marginal, en un territorio fronterizo de la literatura o, lo que es lo mismo, en las ásperas soledades del páramo y los géneros. Es desde estas soledades desde donde, tras varios años de ausencia, surge ‘Un palco sobre la nada’.
II. «Matar a Plutón Quintanar me mantuvo enfrascado en un rompecabezas durante dieciocho meses». Con esa contundencia de novela negra arranca ‘Un palco sobre la nada’ y con esa resolución lúcida y fría, expeditiva y a menudo desencantada, de la primera persona detectivesca que ampararon Dashiell Hammett y Raymond Chandler habla el narrador Laguardia, «un sicario con convicciones», sobre la peripecia de cuyo apellido no sólo no voy a precipitarme, sino que voy a guardar silencio. A renglón seguido, sin embargo, la novela negra alcanza el límite y rompe el molde de género: «No es mucho», dice Laguardia, «si uno piensa que él tenía doscientos años. Alma de niño y huesos de mamut: la paradoja de nuestro tiempo». La acción, además, o los preámbulos de la acción, tienen fecha: el día «primero de agosto del año de gracia de 2207», apenas tres días antes del doscientos cumpleaños de Plutón Quintanar. Hemos entrado en otra dimensión, en las incógnitas del futuro y, por tanto, desde un punto de vista literario, en la ciencia-ficción. Y si la fecha y la longevidad no fueran datos suficientes, pronto aparecen expresiones como pistola silente, balas sensoriales, luz subacuática, pintura sensitiva, reporteros holográficos, higuera parapléjica, agenda neurológica, aire reciclado, entre otras que, desde luego, subrayan en cada sustantivo la cualidad futura e irreal. Esa sería, pues, la combinación narrativa de ‘Un palco sobre la nada’: una novela negra de ciencia-ficción de la que yo no me atrevería a decir que sea en rigor ni novela negra ni de ciencia-ficción. En cualquier caso, para el narrador empieza una doble tarea, la búsqueda que corresponde al detective (y, como suele ocurrir con los detectives de oficio, también éste se sale del guión contractual) y el ejercicio de la muerte que corresponde al sicario, todo ello, claro es, en un mundo ulterior, en el que «no hay emoción que emocione, ni pasión que apasione». Basta ver cómo se describe el escenario en que se produce el primer encuentro entre ambos personajes: de Quintanar, se nos dice, «podía programar la temperatura del jardín, elegir la estación, el día o la noche, las plantas que crecían en los arriates, desde un ombú al árbol del cacao» y de Laguardia que «no podía saber si las imágenes eran fieles a la realidad: nunca había visto un árbol». A partir de ahí surge la acción. La misión de Laguardia (que sólo tiene cuarenta y tres años) es matar (y aquí la acepción de «matar» adquiere significados prospectivos, porque la muerte es reversible, una experiencia imperfectiva e incluso redundante; «las pistolas de antes trataban a la muerte con más respeto», se dice en algún episodio, e incluso existe la figura del «resucitado de oficio»), matar, digo, a personajes con nombres como Chevrolet, Handcraft o El Coronel, todos ellos extraordinariamente viejos y, sobre todo, poseedores de algún objeto que Quintanar quiere obtener o recuperar, objetos por lo común remotos «cuya inutilidad era lo más valioso», reliquias de la cultura pop del último tercio del siglo XX: un disco, un libro, un reloj de cuco, una pistola, etcétera. Cuando Laguardia pregunta a qué se debe tanto interés por «las tres últimas décadas del siglo XX», Quintanar responde: «No somos nada desde entonces. Aquellos fueron los últimos años en que el hombre, partiendo de la nada, intentó sobreponerse a ella, a la nada. No fue mal intento. No sé cómo pudimos terminar contemplando el esqueleto de la civilización. Ya no habrá otra. Ahora hay que escrucar en la ceniza». A partir de aquí empieza propiamente la trama, los episodios en que Laguardia se entrevista con Chevrolet, o Handcraft, o El Coronel; en que lo perturba una muchacha múltiple llamada Sonja, cuya «figura era inusualmente bella, porque tenía defectos»; en que viaja a Marte, que es donde acaso aún queden las últimas esperanzas; o en que, con idénticos propósitos a los que condujeron a Ulises y a Eneas al mundo de los muertos o a Dante a los círculos abisales del infierno, entra en un mundo llamado Ficción (con mayúsculas), un mundo que «no tiene cultura, sólo acumula datos», porque «para Ficción todos los datos son reales. No es capaz de interpretar lo que han alojado en él […]. Si tiene que elegir entre el sentido y lo literal, elige siempre lo literal», Ficción es «la mayor acumulación de cosas inexistentes que la humanidad ha segregado. Una red telemática y virtual que roza lo infinito, que incurre en ámbitos donde Dios, si alguna vez ha existido, terminó perdiéndose», etcétera, etcétera.
III. En las presentaciones de textos narrativos solemos encontrarnos con una dificultad un punto insoluble, a saber, cómo hablar de la novela sin desvelar del todo el argumento, sin reventar la trama, con insinuaciones oblicuas, pues alimentamos la creencia de que, por lo general, en su mayoría, la audiencia no ha leído el libro. No sé si este es aquí el caso por lo que se refiere a la audiencia, pero desde luego no lo es en lo que se refiere a la trama. Yo no voy a seguir desvelando el argumento, pero he de decir que tampoco importaría mucho, porque, ajeno a las preceptivas del realismo, Alonso Guerrero despoja al relato de toda avidez, de todo afán de desenlace, y sigue con absoluta precisión las estrictas normas de la ciencia-ficción o de cierta literatura ilustrada de autor (vale decir, el cómic). En el ejercicio de la lectura Rafael Sánchez Ferlosio distinguió hace tiempo entre el placer funcional subjetivo, que se corresponde con la ansiedad adolescente del desenlace (puesto que estamos en un instituto podemos traer a la memoria la célebre réplica escolar de «yo ya he visto la película»), y el placer funcional objetivo, que se corresponde con la relación íntegra y madura con el texto. Creo que para ‘Un palco sobre la nada’ sólo cabe la segunda acción, afrontar de manera serena y segura la propuesta textual completa, sin resquicios, lo que no quiere decir que Alonso Guerrero haya descuidado la trama. Al contrario: ‘Un palco sobre la nada’ contiene un minucioso mecanismo de composición, pero expandido en los detalles y atenuado en la perfección de la prosa y el rigor de los diálogos. No sé, pues, hasta qué punto es significativo que la palabra «rompecabezas» aparezca en la primera línea de la novela, pero es cierto que, si los hechos se presentaron como un rompecabezas para el narrador, también la trama es un rompecabezas para el lector, porque el autor no hace concesiones, prescinde de todo índice de lectura y se acomoda fielmente al curso del pensamiento del narrador. Como, por lo demás, cualquier trama narrativa negra contiene equívocos, engaños y acciones esquivas (estoy pensando en ‘El sueño eterno’, la novela de Chandler, la película de Howard Hawks y el enredo en el guión de William Faulkner), el lector se ve obligado a armar su propia composición con la información que la novela contiene (por ejemplo, en mi caso, ciertas averiguaciones sobre una cuarta y una quinta voz radiofónicas). Quiero decir que el lector viene a obligado a recomponer el mismo rompecabezas que Laguardia teje en su historia y a contemplar también la trama desde su propio palco. Me explico. En algún momento, a propósito de un apagón terrestre, Sonja dice que Marte es un palco desde el que se contempla la tierra con retraso («los marcianos lo vimos todo desde el palco», dice) y en otro momento El Coronel se lamenta ante «el hecho de que el único que tuviera respuestas fuese un mirón -Quintanar- encaramado en su palco sobre la nada», pero no estoy tan seguro de que los invitados al palco para contemplar la nada no seamos precisamente los que leemos estas páginas, lo que nos situaría en un doble palco, asistiendo a la representación vacía del mundo ulterior y entregados a la trama que a través de Laguardia Alonso Guerrero compone para nosotros.
IV. Puesto que es cierto que en un texto literario no sólo importan la expresión y la invención, yo debería detenerme en diversos pormenores que, no por ello, dejan de ser sustanciales en la novela, pero sólo voy a mencionar un par de ellos: las ideas y el humor. Desde hace algunos años Alonso Guerrero colabora semanalmente en el ‘Diario de Alcalá’, en una sección de opinión que se acoge al título de «Patio de columnas». Son artículos combativos y brillantes, categóricos y expeditivos, en una prosa impecable. Yo acudo de vez en cuando a ese «Patio de columnas» y ahora, leyendo ‘Un palco sobre la nada’, no he dejado de subrayar afirmaciones que me han parecido elaboradas con la misma lucidez y el mismo brillo que las columnas de opinión. Por eso me he entretenido subrayando afirmaciones como «Si existe una propiedad privada siempre viene aparejada de una custodia privada», «Todas las escuelas son viejas, por eso son escuelas. Y todos los que nunca habéis pasado por ellas tenéis algo en común: las echáis abajo por miedo a mirar lo que hay escrito en la pizarra», «Todo se comparte, menos una paradoja. Cuando una paradoja se comparte se vuelve un espejo», «Los Estados Unidos habían desaparecido hacía más de cien años, ahogados en sus propios vómitos, por la misma época en que desapareció la sociología», «A los ricos nos está vedado restablecer cualquier equilibrio. Somos el desequilibrio» o, en fin, «Toda marca es nostalgia. Eso lo sabían quienes sustituyeron los principios por ellas», cada una de las cuales daría materia más que abundante para cinco voces de tertulia radiofónica. En cuanto al humor, sólo diré que abunda en ‘Un palco sobre la nada’, un humor de raíces culturales, lectivo y exigente, subterráneo a veces, que, por ejemplo, puede convertir al periodista Eladio Herculano en «el último hombre que no necesitaba corrector ortográfico», transformar en río al ilustrador Gustavo Doré, alterar el callejero madrileño de modo que la calle Chapman fue «antes calle 24, antes Jorge Manrique» y la calle 56 fue «antes Vórtice, antes Fernán González», emplear como contraseña la pregunta «¿A dónde van los patos de Central Park cuando llegue el invierno?» o, en fin, poner en pie una «empresa de prótesis dentales» llamada precisamente Berenice.
V. Decía que el libro se abre con una cita de Karel Čapek: «El alba, otro día, y ni una pulgada de progreso». Tal vez esa sea la conclusión a que llega esta novela. No ya porque muchos de nosotros pertenezcamos en realidad a las postrimerías del siglo XX, sino porque todo progreso tecnológico es también una forma de negación, es una ocultación de la luz en los atardeceres de Madrid, es una falsificación de la belleza y a cambio de todo ello no hay el más mínimo atisbo de progresión moral. En las novelas de Philip K. Dick se recurre a ciertas formas difusas de teología. Para Alonso Guerrero no hay más teología que la conciencia estética de la nada. En el año 2207 no existe la poesía. El joven Laguardia tiene, sin embargo, alguna noción sobre ella. «Sabía qué era la poesía», escribe: «Sabía que los psicólogos la consideraban un síntoma de actitudes que ellos mismos no comprendían. La poesía había arrojado una sombra sobre todas las carencias de mi época. La poesía no tenía miedo». Y poesía es aquí una sinécdoque de literatura. Por eso es el mismo Laguardia quien afirma apenas al principio de su historia: «Ya nadie escribe, pero la escritura, los libros, aunque sea en soportes que restan veracidad a las palabras, siguen dando refugio a los insaciables». Creo que esa es la propuesta de Alonso Guerrero en ‘Un palco sobre la nada’: un refugio para que los insaciables sobrevivan escrucando en las cenizas.
[Texto leído en el IES Hernández Pacheco de Cáceres, el 26 de octubre de 2012, en la presentación de ‘Un palco sobre la nada’ (De la Luna Libros, 2012), de Alonso Guerrero.]
II. «Matar a Plutón Quintanar me mantuvo enfrascado en un rompecabezas durante dieciocho meses». Con esa contundencia de novela negra arranca ‘Un palco sobre la nada’ y con esa resolución lúcida y fría, expeditiva y a menudo desencantada, de la primera persona detectivesca que ampararon Dashiell Hammett y Raymond Chandler habla el narrador Laguardia, «un sicario con convicciones», sobre la peripecia de cuyo apellido no sólo no voy a precipitarme, sino que voy a guardar silencio. A renglón seguido, sin embargo, la novela negra alcanza el límite y rompe el molde de género: «No es mucho», dice Laguardia, «si uno piensa que él tenía doscientos años. Alma de niño y huesos de mamut: la paradoja de nuestro tiempo». La acción, además, o los preámbulos de la acción, tienen fecha: el día «primero de agosto del año de gracia de 2207», apenas tres días antes del doscientos cumpleaños de Plutón Quintanar. Hemos entrado en otra dimensión, en las incógnitas del futuro y, por tanto, desde un punto de vista literario, en la ciencia-ficción. Y si la fecha y la longevidad no fueran datos suficientes, pronto aparecen expresiones como pistola silente, balas sensoriales, luz subacuática, pintura sensitiva, reporteros holográficos, higuera parapléjica, agenda neurológica, aire reciclado, entre otras que, desde luego, subrayan en cada sustantivo la cualidad futura e irreal. Esa sería, pues, la combinación narrativa de ‘Un palco sobre la nada’: una novela negra de ciencia-ficción de la que yo no me atrevería a decir que sea en rigor ni novela negra ni de ciencia-ficción. En cualquier caso, para el narrador empieza una doble tarea, la búsqueda que corresponde al detective (y, como suele ocurrir con los detectives de oficio, también éste se sale del guión contractual) y el ejercicio de la muerte que corresponde al sicario, todo ello, claro es, en un mundo ulterior, en el que «no hay emoción que emocione, ni pasión que apasione». Basta ver cómo se describe el escenario en que se produce el primer encuentro entre ambos personajes: de Quintanar, se nos dice, «podía programar la temperatura del jardín, elegir la estación, el día o la noche, las plantas que crecían en los arriates, desde un ombú al árbol del cacao» y de Laguardia que «no podía saber si las imágenes eran fieles a la realidad: nunca había visto un árbol». A partir de ahí surge la acción. La misión de Laguardia (que sólo tiene cuarenta y tres años) es matar (y aquí la acepción de «matar» adquiere significados prospectivos, porque la muerte es reversible, una experiencia imperfectiva e incluso redundante; «las pistolas de antes trataban a la muerte con más respeto», se dice en algún episodio, e incluso existe la figura del «resucitado de oficio»), matar, digo, a personajes con nombres como Chevrolet, Handcraft o El Coronel, todos ellos extraordinariamente viejos y, sobre todo, poseedores de algún objeto que Quintanar quiere obtener o recuperar, objetos por lo común remotos «cuya inutilidad era lo más valioso», reliquias de la cultura pop del último tercio del siglo XX: un disco, un libro, un reloj de cuco, una pistola, etcétera. Cuando Laguardia pregunta a qué se debe tanto interés por «las tres últimas décadas del siglo XX», Quintanar responde: «No somos nada desde entonces. Aquellos fueron los últimos años en que el hombre, partiendo de la nada, intentó sobreponerse a ella, a la nada. No fue mal intento. No sé cómo pudimos terminar contemplando el esqueleto de la civilización. Ya no habrá otra. Ahora hay que escrucar en la ceniza». A partir de aquí empieza propiamente la trama, los episodios en que Laguardia se entrevista con Chevrolet, o Handcraft, o El Coronel; en que lo perturba una muchacha múltiple llamada Sonja, cuya «figura era inusualmente bella, porque tenía defectos»; en que viaja a Marte, que es donde acaso aún queden las últimas esperanzas; o en que, con idénticos propósitos a los que condujeron a Ulises y a Eneas al mundo de los muertos o a Dante a los círculos abisales del infierno, entra en un mundo llamado Ficción (con mayúsculas), un mundo que «no tiene cultura, sólo acumula datos», porque «para Ficción todos los datos son reales. No es capaz de interpretar lo que han alojado en él […]. Si tiene que elegir entre el sentido y lo literal, elige siempre lo literal», Ficción es «la mayor acumulación de cosas inexistentes que la humanidad ha segregado. Una red telemática y virtual que roza lo infinito, que incurre en ámbitos donde Dios, si alguna vez ha existido, terminó perdiéndose», etcétera, etcétera.
III. En las presentaciones de textos narrativos solemos encontrarnos con una dificultad un punto insoluble, a saber, cómo hablar de la novela sin desvelar del todo el argumento, sin reventar la trama, con insinuaciones oblicuas, pues alimentamos la creencia de que, por lo general, en su mayoría, la audiencia no ha leído el libro. No sé si este es aquí el caso por lo que se refiere a la audiencia, pero desde luego no lo es en lo que se refiere a la trama. Yo no voy a seguir desvelando el argumento, pero he de decir que tampoco importaría mucho, porque, ajeno a las preceptivas del realismo, Alonso Guerrero despoja al relato de toda avidez, de todo afán de desenlace, y sigue con absoluta precisión las estrictas normas de la ciencia-ficción o de cierta literatura ilustrada de autor (vale decir, el cómic). En el ejercicio de la lectura Rafael Sánchez Ferlosio distinguió hace tiempo entre el placer funcional subjetivo, que se corresponde con la ansiedad adolescente del desenlace (puesto que estamos en un instituto podemos traer a la memoria la célebre réplica escolar de «yo ya he visto la película»), y el placer funcional objetivo, que se corresponde con la relación íntegra y madura con el texto. Creo que para ‘Un palco sobre la nada’ sólo cabe la segunda acción, afrontar de manera serena y segura la propuesta textual completa, sin resquicios, lo que no quiere decir que Alonso Guerrero haya descuidado la trama. Al contrario: ‘Un palco sobre la nada’ contiene un minucioso mecanismo de composición, pero expandido en los detalles y atenuado en la perfección de la prosa y el rigor de los diálogos. No sé, pues, hasta qué punto es significativo que la palabra «rompecabezas» aparezca en la primera línea de la novela, pero es cierto que, si los hechos se presentaron como un rompecabezas para el narrador, también la trama es un rompecabezas para el lector, porque el autor no hace concesiones, prescinde de todo índice de lectura y se acomoda fielmente al curso del pensamiento del narrador. Como, por lo demás, cualquier trama narrativa negra contiene equívocos, engaños y acciones esquivas (estoy pensando en ‘El sueño eterno’, la novela de Chandler, la película de Howard Hawks y el enredo en el guión de William Faulkner), el lector se ve obligado a armar su propia composición con la información que la novela contiene (por ejemplo, en mi caso, ciertas averiguaciones sobre una cuarta y una quinta voz radiofónicas). Quiero decir que el lector viene a obligado a recomponer el mismo rompecabezas que Laguardia teje en su historia y a contemplar también la trama desde su propio palco. Me explico. En algún momento, a propósito de un apagón terrestre, Sonja dice que Marte es un palco desde el que se contempla la tierra con retraso («los marcianos lo vimos todo desde el palco», dice) y en otro momento El Coronel se lamenta ante «el hecho de que el único que tuviera respuestas fuese un mirón -Quintanar- encaramado en su palco sobre la nada», pero no estoy tan seguro de que los invitados al palco para contemplar la nada no seamos precisamente los que leemos estas páginas, lo que nos situaría en un doble palco, asistiendo a la representación vacía del mundo ulterior y entregados a la trama que a través de Laguardia Alonso Guerrero compone para nosotros.
IV. Puesto que es cierto que en un texto literario no sólo importan la expresión y la invención, yo debería detenerme en diversos pormenores que, no por ello, dejan de ser sustanciales en la novela, pero sólo voy a mencionar un par de ellos: las ideas y el humor. Desde hace algunos años Alonso Guerrero colabora semanalmente en el ‘Diario de Alcalá’, en una sección de opinión que se acoge al título de «Patio de columnas». Son artículos combativos y brillantes, categóricos y expeditivos, en una prosa impecable. Yo acudo de vez en cuando a ese «Patio de columnas» y ahora, leyendo ‘Un palco sobre la nada’, no he dejado de subrayar afirmaciones que me han parecido elaboradas con la misma lucidez y el mismo brillo que las columnas de opinión. Por eso me he entretenido subrayando afirmaciones como «Si existe una propiedad privada siempre viene aparejada de una custodia privada», «Todas las escuelas son viejas, por eso son escuelas. Y todos los que nunca habéis pasado por ellas tenéis algo en común: las echáis abajo por miedo a mirar lo que hay escrito en la pizarra», «Todo se comparte, menos una paradoja. Cuando una paradoja se comparte se vuelve un espejo», «Los Estados Unidos habían desaparecido hacía más de cien años, ahogados en sus propios vómitos, por la misma época en que desapareció la sociología», «A los ricos nos está vedado restablecer cualquier equilibrio. Somos el desequilibrio» o, en fin, «Toda marca es nostalgia. Eso lo sabían quienes sustituyeron los principios por ellas», cada una de las cuales daría materia más que abundante para cinco voces de tertulia radiofónica. En cuanto al humor, sólo diré que abunda en ‘Un palco sobre la nada’, un humor de raíces culturales, lectivo y exigente, subterráneo a veces, que, por ejemplo, puede convertir al periodista Eladio Herculano en «el último hombre que no necesitaba corrector ortográfico», transformar en río al ilustrador Gustavo Doré, alterar el callejero madrileño de modo que la calle Chapman fue «antes calle 24, antes Jorge Manrique» y la calle 56 fue «antes Vórtice, antes Fernán González», emplear como contraseña la pregunta «¿A dónde van los patos de Central Park cuando llegue el invierno?» o, en fin, poner en pie una «empresa de prótesis dentales» llamada precisamente Berenice.
V. Decía que el libro se abre con una cita de Karel Čapek: «El alba, otro día, y ni una pulgada de progreso». Tal vez esa sea la conclusión a que llega esta novela. No ya porque muchos de nosotros pertenezcamos en realidad a las postrimerías del siglo XX, sino porque todo progreso tecnológico es también una forma de negación, es una ocultación de la luz en los atardeceres de Madrid, es una falsificación de la belleza y a cambio de todo ello no hay el más mínimo atisbo de progresión moral. En las novelas de Philip K. Dick se recurre a ciertas formas difusas de teología. Para Alonso Guerrero no hay más teología que la conciencia estética de la nada. En el año 2207 no existe la poesía. El joven Laguardia tiene, sin embargo, alguna noción sobre ella. «Sabía qué era la poesía», escribe: «Sabía que los psicólogos la consideraban un síntoma de actitudes que ellos mismos no comprendían. La poesía había arrojado una sombra sobre todas las carencias de mi época. La poesía no tenía miedo». Y poesía es aquí una sinécdoque de literatura. Por eso es el mismo Laguardia quien afirma apenas al principio de su historia: «Ya nadie escribe, pero la escritura, los libros, aunque sea en soportes que restan veracidad a las palabras, siguen dando refugio a los insaciables». Creo que esa es la propuesta de Alonso Guerrero en ‘Un palco sobre la nada’: un refugio para que los insaciables sobrevivan escrucando en las cenizas.
[Texto leído en el IES Hernández Pacheco de Cáceres, el 26 de octubre de 2012, en la presentación de ‘Un palco sobre la nada’ (De la Luna Libros, 2012), de Alonso Guerrero.]