Cuando me dijeron que en el instituto Valle del Jerte iban a poner nombres propios a las aulas (lo que en estos tiempos digitales y binarios no deja de ser una verdadera temeridad onomástica) y que mi propio nombre se correspondería con la biblioteca, se me representó como en una pantalla de Rayuela un único sintagma, un sintagma nominal con núcleo y determinante, como mandan los cánones, y sin adyacentes, a saber,
LOS NOMBRES, y sobre ese sintagma empezaron a acumularse diversos referentes, muy especialmente los tormentos gramaticales que yo mismo aplicaba a los alumnos hasta ayer, como quien dice. Recordé entonces viejas discusiones escolares recurrentes sobre los nombres propios, el modo como algunos estudiantes se empeñaban en que yo no tenía razón cuando afirmaba que los nombres propios carecen de significado, que señalan, pero que no significan, que sabemos lo que significan ‘mesa’ y ‘casa’, pero no qué significan, por ejemplo, ‘María’ y ‘Juan’. Y es que ciertamente los nombres propios tienen su misterio y su oscuridad. Yo mismo he experimentado ese misterio de manera paralela más de una vez. En cierta ocasión alguien que había leído ‘Campo de amapolas blancas’ y ‘Paradoja del interventor’ me preguntó por qué los personajes no tenían nombre y le hablé de lo difícil que resulta decidir que un personaje de ficción se llame Lucas o Gumersindo, porque la elección es una marca de carácter que afecta necesariamente a toda la invención posterior. Nunca, sin embargo, se me había planteado un problema lingüístico como el presente. Por una parte, se une un nombre a una biblioteca, pero no es el nombre el que honra a la biblioteca, sino la biblioteca la que hace honor al nombre. Qué sentido tiene esa combinación, me pregunto. La biblioteca seguirá siendo ‘La biblioteca’, con o sin apellidos. ‘Biblioteca’ es nombre común y por tanto significa, pero además en el instituto ‘La biblioteca’ se convierte en nombre propio antonomástico y en consecuencia también señala. ‘La biblioteca’ es, así pues, un sintagma nominal, con núcleo y determinante, y nombre común y propio al mismo tiempo. Cualquier añadido, más aún si se trata de un nombre propio, será un adyacente gratuito. Por qué añadirle, entonces, adyacentes a la biblioteca, efímeros complementos del nombre. Dándole vueltas, he encontrado una respuesta. Yo he cumplido muchas horas de jornada laboral en esta biblioteca. Los hacedores de horarios podrían dar testimonio de cómo, en las dulces épocas en que había posibilidad de elección, entre guardias y bibliotecas yo preferí siempre bibliotecas (también es verdad que siempre he odiado las guardias, lo confieso). Llegó luego un tiempo de senectud en que a los profesores castigados por la edad se nos consideró demasiado añejos, o frágiles, o mustios, para cumplir un horario lectivo completo y se nos asignó un suplemento bibliotecario. De modo que, bien por mis propias preferencias, bien por los designios valetudinarios de la consejería, aquí he pasado infinidad de horas complementarias. Aquí he procurado poner nerviosos a los alumnos entregados al vicio del ajedrez. Aquí he bromeado con los alumnos que se amontonaban fugitivos y precipitados sobre los apuntes en las últimas horas previas a un examen. Aquí he conversado con los alumnos exentos de las tareas gimnásticas, o con los rezagados de la primera hora de la mañana, o con los expulsados de las aulas por sus habilidades personales. Aquí he estado, en fin, tantas horas que el escenario forma parte de mi memoria no lectiva. Dicho con otras palabras: que de alguna forma más poética que gótica mi espíritu sigue aquí. Deduzco, pues, que los duendes de las bibliotecas (que no siempre son ratones) han influido en los órganos de dirección con las astucias del sueño de una noche de verano y han determinado que al espíritu le acompañe también el nombre y que ambos permanezcan juntos en armonía y biblioteconomía perpetuas, una designación que no es desde luego merecida y que, con los vientos que soplan, no sé hasta qué punto no será emérita. Por si acaso prosperara la condición emérita he decidido venir con el equipaje del centro, esta cartera que me ha acompañado en los últimos años, que sigo llevando con regularidad y que también contiene mi espíritu. Pero como espero que no prospere, sólo se me ocurre, en representación y como muestra de gratitud, dejar aquí ese espíritu, un espíritu menos etéreo que la memoria, un espíritu tangible, material y, en rigor, bibliotecario, ‘El espíritu áspero’, muchas de cuyas páginas no habrían sido escritas si yo no hubiera estado tantos años en este centro y tanto tiempo en esta biblioteca. Alimento la esperanza de que tal vez algún día alguien lo lea. Muchas gracias.
Plasencia, 5 de junio de 2012