22.12.19

διά ρόον

28.4.18

Enseñanza bilingüe

«Mira, la casa del din», hemos oído que le decía esta mañana una chica a sus compañeras (alumnas de ESO, hemos comentado) frente al panel informativo de la casa del deán.

18.4.18

Reivindicación del zombi

Tenía por costumbre acudir temprano a comprar fruta en alguno de los puestos que ocupan la Plaza Mayor de Plasencia los martes, y he aquí que una mañana en que me retrasé un poco, al llegar a la puerta del Sol, me sorprendió ver a un nutrido grupo de individuos en animada tertulia. Quiso el azar que conociera a uno de ellos, así que me acerqué, curioso, a saludarlo y me entretuve hablando unos minutos. Así supe que estaban esperando la furgoneta que traía lo que podríamos llamar la versión local de ‘El Periódico de Extremadura’, una edición gratuita, por lo que pude ver entonces y por lo que seguí viendo más adelante, de gran aceptación. Esa mañana en concreto esperé hasta que llegó la furgoneta, no por los motivos de la concurrencia, sino porque se prolongó la conversación, y por eso pude ver la ansiedad con que el grupo se lanzaba hacia la furgoneta sin apenas dar tiempo a que el joven conductor aparcara y abriera la puerta trasera y cómo cada uno pedía luego una cantidad de ejemplares (dos, cuatro, siete), que, por lo que también supe, se distribuiría más tarde entre los  vecinos, compadres o contertulios que, aquejados por los vaivenes de la edad, no podían desplazarse hasta la Puerta del Sol ni hasta los demás puntos en que el joven conductor procedía puntualmente al reparto.

En lo sucesivo, no a diario, pero sí con alguna frecuencia, me sumé al grupo de jubilados y pude ser testigo de la tertulia amena y circunstancial que mantenían cada mañana, si el tiempo era favorable, o de la impaciencia y las lamentaciones, si hacía frío, si el aire agudo del Valle se filtraba por los más afilados recovecos y, sobre todo, si la furgoneta se retrasaba en exceso con respecto al horario habitual. La mayoría, como digo, eran jubilados, si no todos, e incluso puede decirse que  veteranos de la jubilación, con acumulación de trienios y sexenios desde que dieron de mano, aunque no creo que ninguno fuera todavía nonagenario. Quiero decir que entre la concurrencia podían observarse bastones de apoyo, andares renqueantes y, pese al optimismo de quien lleva a cabo con buen humor las primeras tareas de la mañana, los síntomas de una edad largamente zarandeada y en manifiesto declive. Por eso no me extrañó que el joven conductor, acogido también al buen humor y a las bromas de circunstancias, viendo cómo el grupo se precipitaba hacia él con dificultosa ansiedad, exclamara zumbón una mañana: «Los zombis al ataque». La broma no solo fue celebrada sino que tuvo eco y prolongación, de modo que el sustantivo se incorporó enseguida a las conversaciones de la espera, como si ‘Los zombis’ fuera el nombre artístico que cohesionaba al grupo. Y yo mismo me sumé a los zombis como uno más, sobre todo cuando llegó la primavera, y recuerdo con agrado el rato de cháchara matinal, las pullas futbolísticas, los chistes, el desencanto político, la queja social y las controversias locales, casi un recorrido caprichoso sobre las distintas secciones tradicionales del periódico, pasatiempos incluidos.

Esta consideración de zombis, sin embargo, me dio que pensar y me pregunté si el hecho de que fuera gente mayor (incluso muy mayor) la que se afanaba cada mañana en la obtención del número de ejemplares que luego distribuía como los muchachos que voceaban antaño los periódicos por las calles de las grandes capitales no estaría siendo un modo de cerrar un ciclo, una vuelta en espiral a los orígenes, y si todo ello no sería indicio de que el periodismo impreso estaba llamado a la desaparición. Si,  atrapados como están los jóvenes en las redes, adictos a las informaciones inmediatas que propician las nuevas tecnologías y ajenos por tanto a la prensa tradicional impresa, no serían precisamente «zombis» no ya el senecto (sic) grupo de jubilados que resucitaba cada mañana en la puerta del Sol, sino zombis todos los que siguen acercándose cada día a los quioscos de prensa, compran ejemplares en papel y los hojean tal vez primero tomando un café, desayunando, decidiendo qué artículos leer más tarde, qué columnas, qué reportajes, «zombis» no porque vengan del más allá, sino porque provienen de otros tiempos, pasados e irrepetibles, y me preguntaba durante cuánto tiempo seguirá la legión de zombis manteniendo vigente el ejercicio, tan necesario como en peligro, de una prensa seria y eficaz.

Confieso que no supe responder a estas preguntas, aunque los malos augurios siempre me ha parecido que siguen en el aire, y que aún sigo sin respuestas. Sé que después llegó el verano, que en verano la edición local de ‘El Periódico de Extremadura’ se tomó vacaciones y que el grupo de zombis se deshizo. Llegó luego el otoño, pero yo había perdido el hábito de las mañanas, de la tertulia, de la furgoneta. A veces me cruzo con alguno por la calle, intercambiamos saludos de cortesía, quizás nos detengamos un momento mínimo, y entonces pienso que el tiempo se diluye como se diluye todo lo que procede de la mano del hombre y que apenas nos queda la posibilidad de enunciar la esperanza y el deseo de que la curiosidad del hombre sobreviva y de que siempre haya medios que sigan alimentando con esmero y rigor esa inagotable y ejemplar curiosidad.

El Periódico de Extremadura, Especial 95 Aniversario

2.3.18

Juan Ramón Santos, 'El verano del endocrino'

I. INTRO. Al ver la solapa de esta nueva novela* de Juan Ramón Santos he recordado una conversación que tuve no hace muchos días en la que, no sé a cuento de qué, surgió su nombre. «Tengo entendido que ha escrito un par de libros», dijo mi interlocutor. Y ese «tengo entendido» no solo era indicio evidente de que no los había leído sino de que tampoco tenía intención alguna de leerlos, del mismo modo que la referencia al «par de libros» acreditaba que estaba muy poco al tanto de la bibliografía de JRS (en adelante, Juanra), cosas ambas que no hace falta subrayar para saber que somos pocos, muy pocos, los que nos movemos en estos estrechos márgenes de la escritura y la lectura, de la literatura en general. Algo, por otra parte, que tampoco hay por qué lamentar: cada uno es responsable de sus acciones y sus gustos, de su formación y de su ignorancia, de sus fatigas y de sus diversiones. Quise, no obstante, ilustrar a mi interlocutor sobre la bibliografía de JRS y a punto estuve de hacer pormenorizado recuento de toda su obra publicada y de mencionar uno por uno los títulos de sus libros, de los cinco libros de relatos, de los dos libros de poesía y, añadiendo la que hoy celebramos, de sus tres novelas: diez, en total. Pero al final, intuyendo que tales informaciones no iban a hacer mayor mella en mi interlocutor, porque la literatura no mueve montañas, sobre todo las montañas que no quieren ser movidas, me contuve y preferí dejarlo en su «tengo entendido» y en su «par de libros». Tampoco ahora hace falta que haga balance alguno de la obra de JRS. Estoy convencido de que todos los presentes conocen suficientemente su ya larga y asentada trayectoria (su primer libro, Cortometrajes, apareció en 2004, hace ya catorce años) y de que JRS, como suele decirse en muchos casos, no necesita presentación. Si, pese a todo, queda todavía algún despistado, o algún rezagado que se haya incorporado tarde a estas aficiones, hay un remedio instantáneo: hacerse inmediatamente con un ejemplar de El verano del endocrino, que es de lo que vamos a hablar, y aprenderse la solapa.

II. PRE. Creo que la gente que no escribe o tal vez solo la gente que no lee o que lee poco tiene algunas ideas erróneas sobre cómo escriben quienes escriben y cómo desarrollan sus historias. No es infrecuente que, en el curso de alguna conversación, alguien que desgrana sin misericordia el rosario de sus penas, te diga que si te contara todos los lances de su vida tendrías para escribir varias novelas y tampoco es infrecuente que, ante cualquier urgencia (digamos) textual, alguien también de diga que eso para ti es pan comido, que te pones y en media hora has escrito cuatro o cinco folios. Sobra decir que ambas cosas son disparatadas. Por lo que a El verano del endocrino se refiere puedo decir que su escritura ha sido laboriosa, dilatada en el tiempo y, como debe ser, cambiante y progresiva. Hasta donde yo sé, puede decirse que es una de esas novelas en las que lo primero que acudió a la mente del autor fue el título, esto es, que hace ya algunos años, producto de una casualidad, el sintagma «el verano del endocrino» se dibujó en la mente de JRS como un posible título de novela (esto lo sé porque el propio JRS lo contó en una de las sesiones de autor de la UP hará ya seis o siete años). Hay escritores que nunca empiezan a escribir una novela si no tienen previamente el título; hay otros a los que solo se les ocurre el título mientras escriben o incluso que lo buscan afanosamente cuando la novela ya está escrita; y hay otros, en fin, que van alternando el mecanismo. En este caso, JRS partió del título y, por lo que yo sé (y en esto tengo información privilegiada), ideó varios sistemas de organización. Hubo, por ejemplo, una primera versión que reproducía el viejo problema matemático del inventor del ajedrez, cuando burló no sé si la ignorancia o la altivez del emperador pidiendo solo un grano de trigo por la primera casilla, dos por la segunda, cuatro por la tercera y así sucesivamente, duplicando en cada casilla el número de granos de trigo de la anterior. No exactamente así, pero de algún modo equivalente organizó JRS la novela en una sucesión de capítulos cuyo número de palabras aumentaba según algún tipo de progresión aritmética que ahora mismo no recuerdo. Esto, naturalmente, son procedimientos de autor o técnicas de la composición que, en este caso, por otra parte, pese a ser pertinentes, dadas las peculiaridades y las aficiones del protagonista, fueron desestimados. Lo cuento por que se vea por qué rumbos pueden irse abriendo paso las formas de la escritura. En cuanto al modo como a partir de ese sintagma casual, «el verano del endocrino», se fue abriendo paso necesariamente la sustancia narrativa, el «qué» de la historia, tengo que admitir que lo desconozco. Supongo que nos lo contará JRS enseguida. Dicho esto, pasemos a la novela.

III. REC. Mi interlocutor de hace unos días no lo sabe, pero los lectores habituales de JRS están al tanto de que en sus narraciones hay un territorio de ficción, que ha creado lo que me gusta llamar una geografía de autor en la que se desarrolla la acción de Biblia apócrifa de Aracia y de El tesoro de la isla y que vuelve a servir como escenario en El verano del endocrino. Conocemos, pues, los nombres de los lugares: Labriegos, Pomares o Aldeacárdena. Conocemos la historia del pantano del Cárdeno. E incluso reconocemos a los personajes que proceden de las novelas anteriores y que tienen aquí mayor o menor presencia. Por ejemplo, un personaje significativo pero relativamente secundario de El tesoro de la isla, Constante, el maestro de Labriegos (que junto con su sobrina Beatriz encauzó las lecturas y no solo las lecturas del protagonista de El tesoro de la isla, el adolescente Santi Alcón, durante el verano que pasó en Labriegos), es ahora el narrador de El verano del endocrino (como puede apreciarse, los veranos de Labriegos proporcionan abundante materia narrativa). El zapatero Trancón, que ya hacía profecías en versos endecasílabos y heptasílabos en Biblia apócrifa de Aracia, sigue siendo aquí profeta y remendón, haciendo botas prodigiosas e indicando la ruta que debe seguir el Endocrino y las prendas que le acompañarán en su empresa con un hermetismo aprendido en los textos de Parménides. Cierto Mateo que protagonizaba en Biblia apócrifa de Aracia el capítulo titulado «La pasión según Mateo» da pie aquí a uno de los primeros «casos» que con su agudeza y perspicacia resuelve el Endocrino. Todo esto, naturalmente, no es secundario, pero tampoco es requisito previo para la lectura. Esto es, que mi interlocutor del «tengo entendido» podría leer esta novela al margen de estos detalles sin perderse por ello en los entresijos de la historia. De hecho, si traigo aquí todo esto es un poco por presunción y otro poco por erudición: para que quede constancia de que JRS recupera personajes y escenarios de sus novelas anteriores y de que al hacerlo ensancha por una parte y da cohesión por otra a lo que, a estas alturas, ya podemos ir llamando «mundo narrativo juanramoniano».

IV. QUÉ. El caso es que a Labriegos llega un forastero sin nombre y sin pasado y más adelante podemos saber que también sin mucho futuro y que por unos u otros azares empieza a ser conocido como el endocrino y que con el nombre de Endocrino, que él mismo acepta de buen grado, se queda para el resto de la historia, una historia que enseguida arranca en sucesión rápida de episodios. Seguro que todos hemos visto algunas películas, policiacas, por ejemplo, en las que el detective soluciona de manera rápida un par de casos menores y sencillos antes de enfrentarse al caso que da pie a la trama central, la difícil, en la que debe mostrar su verdadera capacidad de investigación. Pues bien, algo así ocurre con el Endocrino: que, tras la llegada y la adquisición del nombre y la primera adecuación a la vida de Labriegos, enseguida empieza a solucionar con perspicacia deductiva algunos casos menores y digo «casos» con toda intención, porque, a la manera de las novelas policiacas clásicas, así podrían denominarse algunos de los primeros capítulos —«El caso de las gallinas asesinadas», «El caso del joven desaparecido», «El misterioso caso de la Virgen de las Jaras», etcétera—, casos todos ellos que, sin embargo, en la medida en que responden a habilidades ya adquiridas, no sacian la sed de conocimientos que padece el Endocrino. De ahí que se embarque enseguida en sucesivos episodios de aprendizaje, de adquisición de nuevos conocimientos, y en diferentes ensayos para su aplicación. Como no debo anticipar nada, me limitaré a citar de la contracubierta: «ambiciosos proyectos en los campos de la botánica, la sociología, la psicología o la historia», dice, donde, en esta preparación para el conocimiento superior, solo falta alguna alusión al «sistema filipino del nacimiento ovíparo». Porque hasta este momento el Endocrino no ha llegado todavía al destino central de la trama que los dioses estivales le han asignado y que en realidad podríamos decir que corresponde ya a la cosmología, a las leyes que rigen los movimientos del cosmos y a los desvaríos de esas mismas leyes en un verano determinado, «el verano del endocrino». Y sobre esto no voy a decir más.

V. MÁS. En más de una ocasión he defendido que, como lector, en las tramas narrativas me interesa más la acción que el tema, más la trama que el propósito intelectual o moral que pueda haber al final del trayecto, más la historia que se cuenta que la conclusión inmaterial o el sentido a que conduce, no porque crea que solo lo primero es lo importante y lo segundo innecesario, sino porque estoy seguro de que sin la conveniente articulación de lo primero —la acción, la trama, la historia— nunca llegaremos con bien a lo segundo —el tema, el propósito, el sentido—, que es a donde realmente hay que llegar, al centro, al fundamento, al trasfondo que hace que la literatura sea un bien necesario y perdurable. En caso contrario, si no hay sitio a donde llegar estaremos ante un texto vacío, una novela de entretenimiento, un pasatiempo que no creo que pueda acoger en modo alguno como atributo el adjetivo «literario». Y en El verano del endocrino hay a donde llegar. La trama adopta la estructura episódica de la novela picaresca o, mejor aún, la estructura aventurera de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, porque nada tiene de pícaro el Endocrino y mucho tiene, en cambio, de Quijote, un quijote del conocimiento primero y, si no de los «agravios» de los caminos, sí de los «tuertos» que las leyes del cosmos provocan en el universo mundo después, «tuertos» que el Endocrino se siente llamado a «enderezar». Y, así, como le ocurre a don Quijote en sus salidas, así el endocrino va encontrando en su aventura a los diferentes y pintorescos personajes que le llevan desde el aprendizaje botánico inicial hasta las cumbres en que la conjunción de los planetas se atraganta. Solo en la medida en que aparecen vagabundos, peregrinos, vigilantes, boy scouts, cabreros, «tecamolos», hortelanos o faunos, puede decirse que avanza la peripecia del Endocrino, la peregrinación con la que el mundo volverá a ponerse en marcha, libre de las perversiones cósmicas que lo han degradado. Incluso cabe decir que el Endocrino, protagonista indiscutible del relato, es también el imán que atrae a los pintorescos individuos con que se va encontrando en los diferentes episodios y el hilo conductor de los lances que estos personajes aportan a la historia. Se trata, pues, de un trama episódica creciente, que avanza de menos a más, de encuentros menores a grandes empeños (por eso era pertinente aquella organización inicial de capítulos con número de palabras creciente, en progresión aritmética, adecuado a la importancia y la extensión del contenido). Pero, naturalmente, la trama, por más aventurera y sorprendente que pueda ser, no se queda en mera trama. Quizás al Endocrino no le corresponda exactamente la categoría de «loco», aunque algo tiene de la «locura» ambigua de don Quijote, pero le corresponden, sin duda, la excentricidad, la originalidad y la extravagancia que hacen de él un personaje quijotesco, como excéntricos, extravagantes y quién sabe hasta qué punto reales son los sucesos que cuenta o anota en sus cuadernos. Sin embargo, por muy singulares que puedan ser los lances que le acaecen al personaje, por muy recurrente que sea el sentido del humor que recorre la novela y por muy entretenida que sea, El verano del endocrino no es una novela de entretenimiento. Su intención va más allá y su sentido es más profundo. Y cuenta, en mi opinión, con un aliciente fundamental: que la aventura no está sometida ni subordinada a la alegoría ni la visión del mundo que de la aventura se desprende condiciona la historia. Cabe decir, por tanto, que JRS ha escrito una novela en la que predomina el necesario equilibrio literario entre la acción, la trama o la historia, por una parte, y el tema, el propósito o el sentido, por otra. Y la ha escrito, además, con su estilo característico: una prosa compleja y flexible, largos periodos que fluyen sin tropiezos, ritmo envolvente y una invención léxica afortunada, lo que a menudo invita a la demora y a la relectura, no por dificultad, sino por deleite, para recrearse. Todo lo cual hace de El verano del endocrino una novela amena y muy, muy recomendable.

VI. FIN. Termino. Acaba de celebrarse el cuarto (y parece que último) encuentro Centrifugados. Aquí detrás, en unas enormes letras de cartón, podía leerse la palabra: CENTRIFUGADOS. No sé si JRS es aficionado a pasatiempos de anagramas (en su libro anterior, Perder el tiempo, hay un relato titulado «Crucigrama blanco» que podría apoyar esta conjetura), pero lo cierto es que en algún descanso entre sesiones fue el propio JRS quien advirtió que, a falta de una vocal y con la inversión de otra, CENTRIFUGADOS podía transformarse en ENDOCRINO. Después, el domingo, en esta misma tarima, se entregó hace cuatro días el II premio Centrifugados. Tengo entendido (yo también me apunto a veces al «tengo entendido») que, pese a la desaparición de Centrifugados, al menos tal y como lo conocemos hasta ahora, el premio seguirá concediéndose cada año. Si esto es efectivamente así, espero y deseo que esta conversión de CENTRIFUGADOS en ENDOCRINO sea un verdadero presagio, una suerte de oráculo equivalente a las profecías en heptasílabos y endecasílabos del zapatero Trancón, y que sea JRS quien dentro de un año, en el escenario que corresponda, recoja el III Premio Centrifugados. Así iríamos cerrando el círculo y sentiríamos que la tierra se pone de nuevo en movimiento.

* Juan Ramón Santos, El verano del endocrino, Baile del Sol, 2018
Plasencia, 1 de marzo de 2018

26.2.18

Landero, Centrifugado

Solo quienes sean lo suficientemente veteranos además de extremeños, diría incluso que veteranos escritores extremeños, recordarán a estas alturas los debates que se mantuvieron hace años en torno a una cuestión que entonces, con la euforia de las autonomías, parecía fundamental, a saber: en qué consistía la literatura extremeña y a quiénes podía considerarse escritores extremeños: de hecho y de derecho. Hablábamos de literatura extremeña y de autores extremeños o vinculados a Extremadura con una pasión y una energía que no dejaba de ser el reconocimiento subterráneo de una evidencia y no sé si también de un complejo: que, aplicado al sustantivo «escritor», el adjetivo «extremeño» no era tanto una adscripción geográfica como una descalificación literaria, una rémora de los antiguos poetas dialectales y de los no tan viejos novelistas que se sumaron a las corrientes regionalistas, «abrazados», como dijo uno de ellos, «a la mismidad telúrica de Extremadura», una vinculación negativa a ciertas connotaciones del paisaje histórico de la región: bellotas, cerdos, encinas, alcornoques y conquistadores. Subyacía en el fondo una certeza: que la literatura que pudiera estarse escribiendo entonces en Extremadura tal vez no fuera estrictamente marginal, pero sí desde luego marginada. Acomodando las palabras a este encuentro, bien podría decirse que era una «literatura centrifugada» con la aspiración de alcanzar alguna homologación con la «literatura centrípeta».

Pues bien, en este contexto apareció en 1989 la primera novela de Luis Landero, Juegos de la edad tardía, y quizás no haga falta ser tan veterano para saber que fue un éxito inmediato, un éxito culto y un éxito popular, tan mayoritario y sorprendente como apenas ha habido otros dos o tres desde entonces y nunca tan de buenas a primeras. La novela fue premio de la Crítica y premio Nacional de Narrativa e inauguró la trayectoria de un novelista que ha seguido incrementando con regularidad una obra personal, inconfundible, comprensiva y bondadosa, en la que se observa el mundo con piedad y con melancolía, y que a los reveses de la vida opone el consuelo de sus pequeñas compensaciones. Allí surgió el primer héroe landeriano, el que se debatía entre las asperezas de la realidad y los entusiasmos del afán, Gregorio Olías. Y fue precisamente entonces (esa es al menos mi percepción) cuando el adjetivo «extremeño» cambió de sentido y regresó al origen y a la denotación. Hubo reseñas, entrevistas y apariciones estelares de Landero en diferentes medios y en todos se señalaba siempre su origen extremeño. El éxito del libro más la conexión del autor con Madrid, donde vivía, y con Alburquerque, donde nació, hicieron el resto y, libre de connotaciones, el sintagma «escritor extremeño» dejó de ser un estigma hereditario.

A propósito de esta suerte de absolución del adjetivo alguna vez me he permitido bromear recurriendo, por una parte, a ciertos dichos de la sabiduría popular, como que «un clavo saca otro clavo» o que «no hay mejor cuña que la de la misma madera», y, por otra, a los azares de la etimología, pues no deja de ser casualidad o paradoja o, mejor aún, justicia poética, que la palabra «landero» venga precisamente del latín glans, glandis, que significa ‘bellota’ como bien puede verse en un verso de Berceo: «todos corrién a elli como puercos a landes» (726b), como se advierte en el portugués «landeira» (alcornocal) o como documenta ampliamente Corominas.

A Gregorio Olías le siguieron, con cierta regularidad, «los heterónimos del héroe», la nómina de personajes literarios que uno (hablo por mí) ha ido guardando luego en la memoria y hacia los que siente una innegable simpatía y piedad, la misma piedad que el autor: Belmiro Ventura y Esteban Tejedor en Caballeros de fortuna, Matías Moro en El mágico aprendiz, Emilio y Raimundo en El guitarrista, Dámaso Méndez en Hoy, Júpiter, el hombre inmaduro que en las últimas traza su retrato, Lino en Absolución, incluso el Manuel Pérez Aguado de Entre líneas o el narrador de El balcón en invierno, y así hasta llegar al Hugo Bayo de La vida negociable, el último heterónimo hasta el momento, el muchacho que se entrega a una infancia y una adolescencia de pícaro madrileño y al que la vida condena luego a los primores de la peluquería, todos ellos, a la postre, yendo sucesivamente de la euforia al abatimiento y volviendo del abatimiento a la euforia en el caprichoso círculo de la existencia y todos ellos empeñados en una interpretación errónea de la realidad que les lleva a esos altibajos de los que solo los salva la voz, el tono y la mirada del autor. No es ningún disparate decir que hay un «Mundo Landero», autónomo y reconocible, vigorosamente asentado en la literatura de los últimos treinta años, y que si el Premio Centrifugados no fuera tan reciente hubiera ido a parar sin duda a cada una de sus novelas anteriores. Ha querido José María Cumbreño que Centrifugados se cierre con un premio literario y ha querido el jurado que este año corresponda con todos los honores a La vida negociable. No hay más que decir. Enhorabuena a ambos: a Centrifugados y a Luis Landero.

Plasencia, 25 de febrero de 2018

17.1.18

San Fulgencio

He recordado estos días que en mayo de 2004 se celebró en la plaza, entonces todavía quizás en grado de tentativa, una feria del libro que luego, con el tiempo, se ha ido consolidando hasta alcanzar el formato actual. No había carpa entonces y las presentaciones (al menos en aquella ocasión) se hacían en el salón de plenos del ayuntamiento. No recuerdo si fue el mismo año en que se anunció que acudiría a firmar sus libros el poeta portugués Fernando Pessoa, lo que hubiera sido desde luego milagro y maravilla y quién sabe si no esoterismo y teosofía, pero sí recuerdo que en el salón de plenos hicimos una doble presentación conjunta Álvaro Valverde y yo (no era la primera vez que presentábamos libros al alimón, la sala Verdugo fue durante mucho tiempo el lugar de nuestras intervenciones): un libro de viajes de Álvaro titulado Lejos de aquí (viajes, se entiende, en el sentido en que la noción de viaje forma parte de su poética) y una novelita mía titulada Paradoja del interventor, la historia de un personaje que pierde el tren una noche de noviembre y deambula durante días por la ciudad mientras se acentúan los síntomas de su degradación. En principio pensé que la novela encajaba en el llamado efecto forastero, fórmula narrativa en que la llegada de alguien de fuera (forastero) saca a la superficie todas las hipocresías, las maldades, las cobardías de una familia, de un grupo o de una comunidad. La sola aparición del forastero genera el conflicto, a veces porque lo trae consigo, a veces porque lo provoca con su actuación y a veces, en fin, porque ante su mirada imparcial afloran todas las miserias latentes. Al final, si la trama es ortodoxa, los conflictos se resuelven y el forastero abandona el escenario (hay un sinfín de películas, westerns sobre todo, que se acogen a ese principio). Por eso advertí enseguida mi error. Tal vez la presencia de mi modesto interventor hiciera aflorar cierta miseria moral comunitaria, pero su actuación se limitaba a un continuo deambular anónimo: el pobre hombre no intervenía en nada, no arreglaba desaguisado alguno y se resignaba a su propia desventura. No podía, por tanto, recurrir al efecto forastero. Tenía que idear un epígrafe distinto para la presentación. Y se me ocurrió uno: el síndrome del agrimensor. (Que tal vez parezca algo arrogante, porque es como si reclamara el magisterio de Kafka; nada cabe hacer al respecto: la sombra de Kafka es alargada.) Como se sabe, el agrimensor de Kafka se empeña en vano en acceder al castillo, pero todos sus intentos se ven frustrados: da pie así al nacimiento del héroe de la épica moderna que da vueltas inútilmente en torno a un centro inaccesible. Algo así pasaba con mi modesto interventor: que andaba como alma en pena por una ciudad que no lo acogía, lo rechazaba y lo percibía como un cuerpo extraño. De ahí que al final terminara marchándose. Viene todo esto a cuento de que yo soy forastero (en sentido puramente literal, no a la manera del pistolero del lejano oeste). Verdad es que hace más de cincuenta años que vine, que he dado clases de bachillerato durante treinta y muchos años, que algunos escenarios de mis historias son tal vez reconocibles y que me gusta fechar los escritos ensayísticos en Plasencia (nada, por otra parte, meritorio), pero creo que la condición de forastero es indeleble. Sin embargo, he de decir que, a diferencia del infortunado interventor, yo no soy agrimensor: que siempre he tenido acceso franco al castillo y que el honor con que hoy se me distingue no hace sino confirmarlo. En demasía, subrayo, desmesuradamente. Porque los honores personales, por lo que tienen de extrañeza y de compromiso, son siempre desmesurados y son siempre inmerecidos. Pensar lo contrario es mayor presunción que afiliarse al síndrome del agrimensor. Por fortuna, siempre podemos contar con la sabiduría de Juan de Mairena y su reducción de los banquetes (o sea, los honores, los reconocimientos) a las diversas manifestaciones del carácter del género humano. No hay, pues, más alternativa que encomendarse a san Fulgencio, agradecer con sinceridad y con modestia tan honrosa distinción y celebrar una vez más la compañía de Álvaro Valverde, que, por fortuna, no solo no está hoy lejos de aquí, sino que no me ha dejado abandonado a mi suerte en esta manifestación patronal de sus múltiples Plasencias.

Plasencia, 16 de enero de 2018

12.11.17

Regnum condes

Tal vez pueda explicarles a tus alumnos un pequeño detalle de la segunda fábula, «El monstruo de las siete cabezas», una pequeña aclaración sobre el enigmático rugido del monstruo y sobre la respuesta del caballero. Cuando yo estudiaba latín y griego, y leía libros de historia y de mitología clásica, me sorprendía una y otra vez con la sutileza y la ambigüedad de los antiguos oráculos, con su habilidad lingüística para decir simultáneamente una cosa y la contraria. Siempre he recordado, por ejemplo, la historia de una madre que acudió al templo con su hijo, porque el muchacho estaba a punto de partir para la guerra y la madre quería saber si moriría o regresaría sano y salvo. El oráculo, dirigiéndose al joven, dijo: «Ibis, redibis, no peribis» («Irás, volverás, no morirás»). El joven fue a la guerra y murió. Entonces la madre se presentó de nuevo ante el oráculo para protestar por el engaño. Pero el oráculo replicó enojado que había malinterpretado sus palabras, pues bien claramente había dicho que ocurriría lo que fatalmente ocurrió: «Ibis, redibis non, peribis» (esto es: «Irás, no volverás, morirás»; he ahí la importancia de los signos de puntuación y el valor de una no tan simple coma). Pues bien, hace tiempo imaginé una historia en la que un caballero que tenía sueños extraños y contradictorios relacionados con su hijo pequeño decidió consultar a dos magos distintos. Y pensé que no sería mala idea que los magos interpretaran los sueños a la manera de los viejos oráculos, con juegos lingüísticos. Así pues, uno de los magos realizaba el siguiente vaticinio sobre el hijo del caballero: «Regnum condes tecum septem, rex eris non», que puede traducirse como: «Fundarás un reino con otros siete, no serás rey». El otro mago, en cambio, decía: «Regnum condes, tecum septem reges erunt», cuya traducción sería: «Fundarás un reino, otros siete reinarán contigo», que es otra forma de pronosticar que no será rey, porque no puede haber siete reyes al mismo tiempo en un mismo reino (los siete serían, claro está, el bestión mascariento, el jayón del Búrdalo, el juglar mascariento, san Hervacio, los hermanos Albadil Alvar y Faderique y el guerrero de las montañas). El monstruo de la fábula repite invariablemente el primer vaticinio como un desafío, pero también como una maldición, porque sabe que en el momento en que alguien le responda con el segundo habrá terminado la razón de su existencia. No sé si esto que cuento servirá de mucho, pero tus alumnos bien se merecen la aclaración de algún punto oscuro. Espero que las fábulas no les resulten aburridas.

14.9.17

Ednodio Quintero


I. INTRO. Como lector, tengo que empezar confesando mi enorme desconocimiento de la literatura que se escribe ahora en los diversos países latinoamericanos, a los que, por otra parte, más por ignorancia que por arrogancia, tendemos a considerar aquí como un conjunto unitario, como si Venezuela, Chile, Ecuador o Guatemala formaran un todo uniforme e indisoluble. Es sabido que el llamado boom no solo supuso un zarpazo para la narrativa española de entonces, sino que oscureció considerablemente a las siguientes generaciones de escritores latinoamericanos. También las grandes editoriales industriales se han desentendido en gran medida de su función mediadora, de modo que no son muchos los escritores que, digamos, han cruzado el océano con viento favorable. Yo mismo, si me pongo a pensar, creo que solo soy más o menos seguidor, dentro de lo que cabe, de César Aira (porque seguir fielmente a César Aira es tarea imposible). Hace apenas una semana leí en un periódico la lista de los mejores 39 escritores de ficción latinoamericanos menores de 39 años de 2017 y solo me sonaban un par de nombres: o porque publican en grandes editoriales españolas, o porque escriben en periódicos españoles. Ya puestos, repasé también la lista de los 39 escritores menores de 39 años de 2007 y, triste es decirlo, solo he leído a tres o cuatro, casi por las mismas razones. Lo que significa que la travesía atlántica de literaturas que hubo años atrás ha quedado encomendada a pequeñas editoriales independientes, entre las cuales tiene Candaya un papel destacado: porque sus libros están muy bien hechos y porque cuenta en su catálogo con autores a los que sin Candaya no hubiéramos tenido acceso: pienso, a título personal, en Sergio Chegfec, en Sergio Galarza o en Juan José Becerra. Todo este preámbulo es un acto de contrición para terminar diciendo que hasta hace una semana de Ednodio Quintero solo conocía el nombre y los grandes elogios que de él hace Enrique Vila-Matas: «El mejor narrador venezolano de su generación», dice. Confieso mi culpa: sobre todo porque Candaya ha publicado otros libros suyos anteriormente. En fin, el modo como llega a uno a los libros es a menudo caprichoso, así que bien podemos agradecer ahora a Candaya y a La puerta de Tannhäuser la oportunidad de leer y conocer a Ednodio Quintero.

II. EQ. Voy a prescindir de la informaciones básicas, porque en la solapa de El amor es más frío que la muerte figuran numerosos títulos de sus libros de cuentos, sus novelas y sus ensayos, así como sus características de profesor, fotógrafo y, sobre todo, por lo que toca al día de hoy, japonólogo. Tampoco voy a recurrir a las palabras elogiosas que escritores o críticos como Juan Villoro, Masoliver Ródenas, Carles Celli o Jorge Carrión han ido dejando caer en los suplementos de Abc, La vanguardia o El país, una extensa profusión de elogios accesibles en la red. Vamos, pues, al libro que nos ocupa.

III. QUÉ. Diré primero que he leído El amor es más frío que la muerte* con la inercia de la mentalidad clásica, como lector educado a la sombra de la novela decimonónica, y tratando, por tanto, de comprender razonablemente los porqués de la acción y de ajustarlo todo a la simetría de las tramas tradicionales. No es buen procedimiento. El afán lector de atar todos los cabos con una coherencia argumental explícita y cerrada, de abarcar totalmente la trama al modo impuesto por el cine comercial norteamericano, no da aquí resultado. No estamos antes una novela que se pueda resumir en cuatro líneas. Podría decir, sí, que el narrador (la historia avanza en primera persona) ha abandonado un hospital para apestados, huye de un «invierno nuclear», ha recorrido unos parajes abruptos, «las escarpadas y agrestes montañas de la Cordillera Occidental» y ha llegado, «íngrimo y solitario», a un «páramo yerto» tal vez con el propósito de propiciar que salga a su encuentro la misma elfa que lo sorprendió cuarenta años atrás en el mismo lugar o en algún lugar semejante, una elfa que, cual niña traviesa, le quitó entonces unos guantes de cabritilla quién sabe si con la intención secreta de que el narrador la siguiera y se quedara para siempre «a vivir en un mundo sin tiempo ni estaciones, un mundo con un cielo poblado de nubes geométricas, idénticas entre sí, el cielo de Moebius, disfrutando de los favores de una hembra bellísima y sensual». Hubo después numerosas excursiones al lugar de los hechos (el narrador ha perdido la cuenta), pero fueron en vano. Y «ahora que he vuelto a estos lugares donde hace cerca de cuarenta años tuve la oportunidad de quedarme a vivir para siempre con una elfa preciosa, la encarnación de la belleza perfecta», dice, «me invade el desconsuelo al pensar que durante estos años, que superan la mitad de mi existencia terrenal, he permanecido en el limbo medrando al igual que un espectro pusilánime y sin ambición». Entretanto, a la espera de acontecimientos, y tras alimentarse con un conejo sazonado con sus propias lágrimas, el torbellino de su mente empieza a recuperar recuerdos, sueños, pensamientos y episodios biográficos ocurridos cinco años atrás, o quince, o cuarenta, sin que sea del todo posible distinguir la categoría de unos y otros. «Vuelvo mi mirada hacia el pasado a ver si encuentro algunos motivos que pudieran justificar mi presencia en este mundo hosco y hostil luego de la pérdida del paraíso —el paraíso, se entiende, representado en mi fugaz encuentro con la elfa—, y no es mucho lo que alcanzo a ver». Y así podemos seguir una peripecia copiosa y delirante: la danza en sueños del narrador Mantilla con el espectro de Nick Garcés; la embrujada relación de Chico Bastidas con la niñita de Calderas; los poderes de la viuda Práxedes; el conejo Daniel lavando con agua de lluvia el cadáver de la hermosa Melanía; los torrenciales amores del conejo Daniel con la sordomuda Rosario; el trance erótico en que andaba el narrador cuando Paolo Rossi marcó un gol en el minuto 57 de la final del mundial del 82 entre Alemania e Italia (Azucena, «diestra con la zurda»); la primera excursión a la Laguna Verde con sus hermanos Gerardo y Argenis, con el conejo Daniel y Rufino Mesa, con Pierre-Emilio; el único modo de encontrar el verdadero díctamo real; la Parca jugando al dominó; la casa en ruina de una muchacha andrajosa a la que le conduce un perro con nombre de piloto; un recorrido turístico por Tokio con Valeria, y Yuki-o; un encuentro en el bar Q con la actriz porno Hayaka; los juegos malabares de Dalia en México; o, en fin, «el sueño de las primas clonadas». Como se ve, la enumeración no podría ser más sumaria y acaso incongruente.

III. CÓMO. Pero es obvio que al autor no le interesan las estructuras clásicas ni le conviene el argumento tradicional. Lo que no significa que no se trate de un texto bien articulado. Es cierto que el narrador, «Epa, Montilla», cuenta las cosas según van acudiendo a su mente o su memoria, que mezcla relatos pasados, propios o ajenos, con la secuencia presente (por ejemplo, mientras observa cómo el conejo Daniel prepara un café cerrero), que introduce incisos, paréntesis narrativos dentro de paréntesis narrativos, episodios dentro de episodios. Por eso a veces califica el relato de «delirio», de «berenjenal», de «lío colosal», de «popurrí», y, consciente de lo que podríamos llamar excursiones del discurso, da paso a menudo a interferencias, bien sea de un alter ego, de una segunda voz del narrador, de un lector improbable, de un presunto interlocutor e incluso de una antigua conocida que mediante correo electrónico no solo exigen el desenlace de los episodios inconclusos o en suspenso, sino que le reprochan inverosimilitudes o ponen en duda los términos del relato: «Lo más probable es que desde el mismo inicio de esta narración, que por momentos se adentra en una zona de oscuridad, amenazada por la tiniebla inmediata, nos hayas estado tomando el pelo, a tus escasos, hipócritas y mal queridos lectores», le reprochan. O también: «Esta no es una perorata como las que sueles endilgarnos a cada rato sin piedad, lo que en realidad aconteció es que aún permaneces delirando de fiebre en el hospital para apestados donde fueron a recalar tus huesos de pajarito». Poco le importa todo esto al narrador. «A palabras sordas oídos necios», dice. «Qué importa lo caótica que esté resultando esta narración, nada me importa mientras continúe soñando». «En la ficción, como en la guerra», añade, «como en el amor, todo está permitido». Al «argumento de que mi relato falla por el verosímil» responde que «en cuanto al verosímil que tanto atormenta a los escritores realistas, a mí me tiene sin cuidado». La expresión literaria de la realidad es mera imitación y para él es «un reflejo de pobreza mental. Prefiero la originalidad por encima de cualquier malabarismo verbal o preciosismo de estilo, y esto vale también para la elección de los temas, aun cuando se afirme que ya todos los argumentos se encuentran en La Biblia, El Decamerón y Las mil y una noches (…). El artista moderno parte de la nada, su obra (…) surge de su imaginación, es decir de su psiquis deteriorada». Y en algún punto de esa psiquis deteriorada sabe el narrador que «no hay forma ni manera de parar la avalancha de recuerdos, sueños y pensamientos que fluyen como el río de Heráclito» y que tal vez haya «arribado a estos lugares donde el oxígeno escasea con el único y deliberado propósito de hacer un recuento pormenorizado de mi pobre vida, para luego morir». El propósito es claro: «Recuerdos, sueños, pensamientos me sirven de alicientes, a la manera de los puntales que sostienen el techo de una mina, para no sucumbir a la desolación. En ellos me he ido apoyando a lo largo de estos solitarios días, o acaso son apenas unas cuantas horas estiradas como la melcocha preparada por un demonio, barajándolos y mezclándolos en una suerte de popurrí demencial, en ellos he ido trazando mi retrato armado con retazos de mi propia piel, una selfie (…) donde se manifiesta (…) lo mejor y lo peor de mí mismo». También el resultado es claro: «En estos dilatados días pasados en blanco en un páramo yerto […] he tenido la oportunidad, quizá el privilegio, de repasar escenas completas de mi vida, recuerdos, sueños, pensamientos, sin sacar nada en claro».

IV. MÁS. He mencionado antes algo relacionado con la elección de los temas y son varios los que se podrían enumerar en El amor es más frío que la muerte, pero ya me he excedido más arriba en la enumeración de episodios y voy a subrayar solo uno al que también se refiere el narrador: «Se me acusará del abuso de ciertos temas», dice, «de mi predilección por lo monotemático, digamos por un Eros exacerbado», y tiene razón, porque ese «Eros exacerbado» («aceptaré los cargos de pornógrafo rural o urbano», admite en cierto momento) o «luminoso, tierno, festivo y, en ocasiones, perverso», como dice la contracubierta, o «mi debilidad hacia lo femenino», como también dice el narrador, recorre la historia de principio a fin y del que no cabe dejar al margen cierta fijación recurrente que se puede expresar con las palabras del escritor predilecto del narrador (que no sé si puede sorprender que sea el japonés Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes): «¿Por qué, entre todos los animales, en el largo curso de la creación, sólo los pechos de la hembra humana habían llegado a ser hermosos? ¿No era para gloria de la raza humana que los pechos femeninos hubieran adquirido semejante belleza?».

V. FIN. Nada voy a decir de la prosa, sobre todo de los periodos de apertura y cierre, porque basta leer el primer párrafo para advertir su vigor. Ni de la dimensión simbólica que puedan tener unos y otros ingredientes (la elfa, la peste, el invierno nuclear, el páramo), porque los símbolos han de permanecer secretos y porque de ciertas cosas (propósitos, procedimientos, dificultades) es mejor que hable el autor. Prefiero terminar diciendo que, al margen de la «psiquis deteriorada», estamos ante un narrador ilustrado y jovial. Prueba de lo primero son las numerosas referencias culturales, intelectuales, literarias, musicales. Prueba de lo segundo son los rasgos de humor coloquial, los ripios, las bromas lingüísticas, los juegos de palabras, los chistes léxicos, los hallazgos afortunados, como la existencia de un «sicariato sexual», la descripción de la letra manuscrita como «hormigas ebrias bailando chachachá», la transformación del nombre de la «famosa reina del porno vernáculo, Ramona Cabrera [en] la cabrona ramera» o, por último, el movimiento de Judas Iscariote en una partida de ajedrez que hace exclamar a Jesucristo: «No me judas con ese peón cuatro caballo».

* Ednodio Quintero, El amor es más frío que la muerte, Candaya, 2017

 Plasencia, 11 de mayo de 2017

21.5.17

Previa

Lejos se oye la comparsa
deshojando inquieta el quid
de Susana contra el Barça,
de Pedro contra el Madrid.

26.3.17

The big bang redondilla

Clama una voz dolorida
a la salida del súper:
¡Qué sería de nuestra vida
sin el doctor Sheldon Cooper!

6.1.17

P/Q métrico

Oyendo a los afortunados del ‘niño’ me entretengo en el enunciado de un principio métrico sin saber muy bien —qué plazo marca «un», qué plazo «algún»— si optar por los endecasílabos (P) o, puesto que la acentuación hace a veces el resto, por la seguidilla (Q):

P.
No pierdo la esperanza de que un día
me toque a mí también la lotería.

Q.
No pierdo la esperanza
de que algún día
me toque a mí también
la lotería.

31.12.16

Los armarios de Notivol

Alguien me dijo que, en su particular sansilvestre narrativo, Elías Moro (que algo tiene de embajador extremeño en Aragón) había elegido las tres novelas del año, de ‘su’ año: ‘Patria’, ‘Nemo’ y ‘Vaciar los armarios’. Basta a menudo la mención de un libro para que me entren deseos irresistibles de leerlo, de ahí que, como ya había leído en septiembre la novela de Aramburu (con compulsión y voracidad adolescentes, he de decir) y como no creo que deba ponerme a estas alturas a leer ‘Nemo’, me vea ahora avanzando viento en popa por ‘Vaciar los armarios’, de Rodolfo Notivol (Xordica, 2016), una historia a la que cabría aplicar (e imagino que más de una reseña habrá de hacerlo o lo habrá hecho: nada sé de Notivol) la célebre máxima de Tolstoi sobre las familias, una familia, aquí, muy numerosa, con padre y madre —¡y qué madre!—, con una «abuela Nico» y una «abuela grande» y otra «abuela chica», y con los hijos, Celia, Marina (que es quien habla), Marga, Pedro, Álvaro, Roberto, Joaquina, Miguel y Gloria (una hija de Gloria es la destinataria del relato), todos ellos con su carácter y sus adversidades a cuestas, y los maridos y las mujeres y los hijos y los suegros a veces, a lo largo de todo el siglo xx en Zaragoza, una historia múltiple, en la que los hechos, tan comunes en su diversidad, están por encima de su invención, y escrita con la más verosímil prosa oral (que es la que sin serlo lo parece), un «vaciar los armarios» familiares tan en consonancia, por otra parte, con los habituales recuentos de fin de año que, con el mismo fervor adolescente de septiembre, ando a ver si llego a la página 381 antes de las uvas, los mazapanes y el champán, y así concluyo el año con el deber cumplido y con el ánimo lector en alza.

27.11.16

Cristina Fernández Cubas

I. Cuando supe que iba a venir CFC a La Puerta de Tannhäuser no pude dejar de evocar (y de contárselo a unos y otros con cierta presunción) la primera vez que coincidí con ella. Era el verano de 2001 (si la memoria no me falla, porque uno recuerda más los hechos que las fechas) y tuve la suerte de pasar un día entero en la piscina natural de Hoyos en compañía de la propia Cristina, de Carlos Trías, de Javier Fernández de Castro y de Demetria Chamorro. Casi podría decirse que fue una jira (jira, con jota), pues habían tenido la precaución de llevar abundancia de provisiones para una surtida y prolongada merienda campestre y, además, el agua de la piscina proporcionaba la temperatura adecuada al vino de pitarra que comprábamos en un chiringuito aledaño y providencial. Y luego estaba, sobre todo, la conversación, una conversación diversa y sucesiva, amena e inteligente, a la que yo asistía con la discreción del recién llegado y la aplicación del aprendiz. Eran entonces felices y apacibles y sorprendentes los veranos, sin nada que los volviera inquietantes o perturbadores. No podía negarme, por tanto, a participar ahora, tantos años después, en la presentación de La habitación de Nona, que ya fue Premio de la Crítica y que acaba de obtener ahora el Premio Nacional de Narrativa, y, más aún, en esta Puerta de Tannhäuser, donde vamos siendo tan habituales. Procedamos, pues.
II. CFC ha publicado hasta el momento seis libros de relatos: el primero, Mi hermana Elba, en 1980; el sexto, La habitación de Nona, en 2015. Los cinco primeros fueron recogidos en 2008 en un solo volumen, Todos los cuentos. Por tanto, el acceso a la narrativa breve completa de CFC es fácil. Y es también altamente recomendable. Verdad es que CFC ha escrito también un par de novelas, o incluso tres, si sumamos la que publicó como Fernanda Kubbs (que apenas es una alteración de sus apellidos), pero no es menos verdad que su prestigio va indisolublemente unido al cuento. Suele ocurrir lo contrario: que a quien escribe cuentos y novelas le dan prestigio las novelas, como si el cuento fuera una ocupación menor, de entrenamiento. No es el caso de CFC. En los últimos años han surgido muchos escritores jóvenes empeñados de manera primordial en la escritura de cuentos y han surgido editoriales igualmente empeñadas en publicar libros de cuentos e incluso sólo libros de cuentos. Pues bien, CFC es en este sentido la gran pionera, la figura más representativa del cuento literario en los últimos 35 años, que son los que han transcurrido desde su primera aparición en los Cuadernos Ínfimos de Tusquets, aquellos libritos plateados que precedieron a la colección Andanzas. Y cabe añadir que, pese a todo, los cuentos publicados por CFC apenas sobrepasan las dos docenas.
III. Y sobre ellos ha dicho CFC: «En general, sitúo mis cuentos en escenarios cotidianos, perfectamente reconocibles, en los que, en el momento más impensado, aparece un elemento perturbador. Puede tratarse de un ave de paso o de una amenaza con voluntad de permanencia. En ambos supuestos, las cosas ya no volverán a ser las mismas. Algo se ha quebrado en algún lugar». Fernando Valls, por su parte, en el prólogo a Todos los cuentos añade: «En efecto, todos sus relatos aparecen plagados de situaciones inquietantes, de vueltas de tuerca y sueños convulsos que a veces se convierten en pesadillas. Y en esos mundos de límites imprecisos, varias son las fuentes de inquietud: la visión de la realidad desde perspectivas insólitas; la alteración del tiempo y del espacio; la fatalidad; el viaje (o el desplazamiento) iniciático, pero también los espacios cerrados; el conflicto entre lo inexplicable y la razón; la otredad; los silencios tensos y agobiantes; las obsesiones y la duda sobre la identidad». Cada uno de estos ingredientes temáticos señalados por Valls podría subrayarse. Algunos de ellos, además, aparecen en La habitación de Nona. Pero yo voy a subrayar sólo un par de adjetivos. Ha utilizado CFC el adjetivo perturbador y ha recurrido Valls al adjetivo inquietante (mías han sido las cursivas en ambos casos) y ambos adjetivos —perturbadores e inquietantes— flanquean siempre, como dos fieles guardianes, las opiniones críticas que se hacen sobre los cuentos de CFC. A ellos se añade, naturalmente, como locución adjetiva, otra vuelta de tuerca, esa casi definición de género en que se ha convertido el título de Henry James, la definición de una indefinición, la imposibilidad de insertar lo incomprensible en la placidez de una realidad átona y sin aristas. Bien. Eso es lo que vamos a encontrar siempre en los relatos de CFC: perturbación, inquietud y «otra vuelta de tuerca» (obsérvese, no obstante, que el sustantivo inquietud, en lo que a desasosiego se refiere, no está a la altura del adjetivo inquietante).
IV. En cuanto a La habitación de Nona cabe decir que reúne seis cuentos a los que sin duda les convienen los adjetivos mencionados. Cabe decir también que tres de estos cuentos (o quizás cuatro) tienen la infancia como centro: no en vano es en la infancia donde más permeables resultan las fronteras entre lo real y lo irracional. No es difícil, por lo demás, apuntar alguna obviedad sobre cada uno de los cuentos, aunque siempre serán sólo apuntes meramente tentativos. Puede decirse, por ejemplo, que «La habitación de Nona» (el cuento que da título al libro) plantea un conflicto de identidad en el territorio en que la imaginación y la realidad se confunden. Que en «Hablar con viejas» es la abuelita la que actúa al servicio del lobo; no me atrevo a decir que sea una inversión de Caperucita, pero podría intentarlo. Como podría decir que «El final de Barbro» reinventa los cuentos populares con madrastra. «Interno con figura» podría servir como un ejercicio práctico, es decir, sobre cómo se escribe un cuento o sobre cómo a partir de una casualidad cotidiana (o no tan cotidiana) CFC escribe un cuento, si bien, más que la práctica narrativa lo interesante es el enigma indescifrable que se esconde tras las palabras de la niña que observa Interno con figura, el cuadro de Adriano Cecioni que figura como portada del libro. Tiene CFC un libro de memorias, titulado Cosas que ya no existen, del que puedo decir dos cosas. La primera demostraría que su autora contempla la realidad, la propia experiencia, con ojos de escritora de cuentos y como tal escritora narra esas experiencias: por eso a esas memorias le concedieron un premio de cuentos, el NH, si no estoy equivocado. Y la segunda mostraría cómo los relatos de CFC parten de esa experiencia y de esa observación de la realidad. Escribe esas memorias, dice, porque «estaba empezando a cansarme de los préstamos que la realidad (mi realidad) concedía a menudo a la ficción (mi ficción)», «de disfrazar recuerdos», concluye. Pues bien, en «Interno con figura» tal vez se aprecie cómo los préstamos de la realidad se convierten en cuentos, cómo la realidad acaba en cuento. Sigo. «La nueva vida», en cambio, habla sobre la recuperación (imaginaria) del pasado como medio de aceptación del presente, una tarea ciertamente difícil: «El pasado seguía un guión de hierro; no admitía improvisaciones». Y, en fin, «Días entre los Wasi-Wano» es la historia de un verano en que las asechanzas de la realidad interfieren en hermosas ficciones de antropólogo sobre los «pacahuara» y sobre los «wasiwano». Como se ve, estas aproximaciones tentativas apenas son píldoras indoloras. Lo importante es el todo: la totalidad de cada cuento y la totalidad del libro. Puedo añadir, no obstante, «píldoras» ajenas. Parece, por ejemplo, que sobre los dos primeros cuentos la propia CFC ha hecho un resumen admonitorio: «¡Cuidado con los amigos imaginarios!», ha dicho sobre el primero, y «¡Cuidado con las viejas!», sobre el segundo. Y Fernando Valls propone otras admoniciones para el resto: «¡Ojo con la imaginación!», «¡Atención a las madrastras!», «¡Cuidado con quedarse anclado en el pasado!» y «¡No caigamos ni en la cobardía ni en los celos!». Personalmente, siempre me ha parecido que nos escondemos en lo que los teóricos llaman «los temas» para tener un sistema de clasificación, una entomología de la literatura, una nomenclatura. Por eso lo que me interesa no es la identidad o la madrastra, sino la peripecia de los distintos personajes que inventa CFC (Nona, Barbro, Tristán, Valeria, etcétera), su singularidad, la parte específica de esas narradoras con toda la imaginación e incluso toda la felicidad de la infancia. O la desdicha, si es desdicha lo que se esconde tras las palabras de la niña que comenta el cuadro de «Interno con figura». En resumen, mejor leer y releer que clasificar.
Plasencia, 26 de noviembre de 2016 

8.9.16

Guadalupe

Tal vez tuviera razón Kavafis y de Ítaca sólo quede el camino, sus bondades y sus asechanzas. He vuelto alguna vez después a Guadalupe, pero, sin duda, mi recuerdo más sólido, pese a lo nebuloso, es también el más lejano y evoca el primer viaje, a mediados de los años cincuenta, un viaje confuso y tormentoso, en el blanco y negro de la posguerra, cargado de devoción y costumbrismo. No sé si al resto de viajeros les movía la devoción o el rito, la fe o la costumbre, esos movimientos de grupos que se repiten en los ciclos de las estaciones, pero supongo que a mí, dada mi corta edad (tendría entonces cuatro o cinco años), no me llevaban por motivos religiosos, sino por que conociera la festividad y por ampliar mis horizontes, los rigurosos horizontes de un niño hundido en un pueblo postrero y sin más estímulos que su hondura solitaria. Era, en cualquier caso, una peregrinación de carácter mariano y anual a la que el mundo pobre y rural se sumaba con fervor. Había devotos que hacían el viaje a pie, que cumplían con sacrificio sus promesas, pero a nosotros nos acomodaron en la caja de carga de un camión destartalado y renqueante, sentados en el suelo, amontonados (como sardinas aprensadas, se quejaban las mujeres entre risas, y tardé mucho tiempo en entender la comparación), cada uno junto a sus alforjas (porque cada peregrino llevaba adosado su sustento), como conducidos a un campo de prisioneros, y viajamos por carreteras de tierra, llenas de curvas, de cuestas, de precipicios. Desde entonces adquirieron en mi imaginación cierta cualidad mítica aquellas abruptas carreteras de Los Ibores. Como, por las irregularidades del camino y la incoherencia del vehículo, los peregrinos se mareaban, surgían todas las recomendaciones propias del mareo en ruta (no abrir los ojos, no cerrarlos, mirar al suelo, ponerse de pie, tumbarse, etcétera, remedios inocuos todos ellos y tal vez contraproducentes) y el viaje se antojaba interminable. Siempre que veo ahora en televisión una de esas películas españolas de los años cincuenta o sesenta, o películas que nos llegan de cinematografías secundarias o periféricas (iraníes, por ejemplo, o centroamericanas), en que la gente viaja hacinada en autobuses o en camiones y atraviesa desiertos o cruza cordilleras, evoco aquel viaje inaugural a Guadalupe, tan honda huella y tan hondo desconcierto dejó en mí. No había luego sitio en Guadalupe para hospedarse, tal era la avalancha de peregrinos, de modo que fuimos a parar a una posada (particular, cabría decir, o de ocasión) para dormir sobre las baldosas rojas de una habitación completamente vacía, de cruda austeridad monacal: ni un mueble, ni una silla, ni un cuadro en la pared. Por niño y como tal niño, el único que viajaba en el camión, tuve en la posada un doble privilegio. Para que no durmiera en el suelo, me proporcionaron un saco de paja. Y como teníamos que compartir la escueta estancia con otros varios peregrinos adultos, hombres y mujeres del pueblo de mi madre, y dado el lujo del saco de paja, tuvieron la ocurrencia de colocarme en el centro del cuarto y distribuirse todos ellos a mi alrededor, usando los bordes del saco de paja como almohada, de modo que me rodeaban las cabezas de unos y de otros, como si yo fuera el centro de una circunferencia cuadrada y cada uno de los adultos una suerte de radio hacia el exterior (cual sardinas prensadas en su bota, pienso ahora, en la bota heterodoxa de una ajada mercancía de ultramarinos). Recuerdo también el asombro del monasterio reducido a su propia monumentalidad, pero todo lo demás se ha desvanecido en la memoria. Sé que asistimos a la procesión, que vimos los tesoros de la orden, que nos maravilló el mecanismo de la Virgen, que visitamos a unos familiares lejanos y esquivos, pero nada de eso pertenece a mi memoria, que, como digo, sólo conserva tres o cuatro imágenes dispersas (y no sé hasta qué punto contaminadas por los relatos posteriores de mi madre): la llegada del camión a Valdecañas de Tajo, la carga de los peregrinos, el tortuoso viaje en carretera, el cuarto donde dormimos y la inmensidad infantil de la basílica.

AAVV, Guadalupe. Sentimiento y conciencia, Diputación de Badajoz, 2015

30.8.16

Fratres, orate

No seré yo quien siga el debate.

1.8.16

Virgulillas a la mar

Una propuesta humilde,
incluso y todavía o aún en ciernes:
que aun y aún y todos los aúnes
circulen sin la tilde
los miércoles, los lunes...
y los viernes.

(Heme aquí rimando y enredando durante la amena —y plácida, y provechosa— lectura de Más que palabras, de Pedro Álvarez de Miranda, Galaxia Gutenberg, 2016)

21.7.16

Babel

Leo con agobio (no precisamente estival) las columnas de opinión de los periódicos, las entrevistas, los análisis, oigo con no menos agobio a los expertos habituales en la radio, también los veo en televisión saltando de programa en programa, de cadena en cadena, llenando las cajas vacías del tiempo, de la nada y de la incertidumbre, y entre unos y otros (hay ascuas, hay sardinas y hay sobre todo arrimaderos), para reponerme, me refugio en los libros que me gustan, como (ahora mismo) Nembrot (Transmisgracines y máscaras), de José María Pérez Álvarez, que acaba de publicar Trifolium en una nueva edición, más amplia, definitiva (la novela apareció en 2002 en DVD), donde encuentro la frase (que subrayo, no en vano dio pie Nemrod con sus delirios a tanta algarabía: «Fuit autem principium regni eius Babylon» [Babel fue el comienzo de su reino], Gn, 10, 10) «y seguía penosamente, más porque tuviera que decir algo que porque tuviera algo que decir» (pág. 350), que tan bien les cuadra a los profesionales de la tóxica e inclemente verborragia de este verano agotador.

18.7.16

Canícula

Hoy vi la noche, ¡eh!, con alivio

10.7.16

El cuaderno de César Martín Ortiz

«Empecé este cuaderno o documento hace un año más o menos, después de terminar una novela cuya redacción me llevó ocho años o más bien se llevó ocho años de mi vida», escribe César Martín Ortiz (1958-2010) en el texto titulado precisamente «Cuaderno» («no es un cuaderno sino un documento de Word», puntualiza, «pero los escritores todavía hablaban de plumas y de cálamos cuando ya le daban a la Olivetti manual, y hasta a la IBM eléctrica») y habrá que subrayar con esmerado énfasis los ocho años dedicados a esa novela, pues hasta el momento (tan objetivamente prematuro) de su muerte, Martín Ortiz apenas había publicado un par de libros de poesía —Dedicatoria o despedida (1990) y Toques de tránsito (1995)— y tres breves libros de cuentos —Un poco de orden (1997), Nuestro pequeño mundo (2000) y  Paso de contarlo (2004)— de reducido alcance editorial y, salvo tal vez el primero, un tanto a regañadientes. Sospecho, pues, que a partir de 1997, bien fuera por los desengaños de la experiencia, por una consideración adversa del panorama literario o por rasgos esquivos del carácter, Martín Ortiz renunció a la literatura pública y publicada —«paso de contarlo» equivale a un laborioso lema heráldico— y se entregó de lleno y a solas a la escritura. De esa obstinación procede una abundante obra inédita: las novelas A sus negras entrañas, Necrosfera, De corazones y cerebros e (inconclusa) Pecado; las colecciones de relatos Los jardines de belén, Noticias de otro país, El cuchillo de Jorge Cafrune; y estos Cien centavos* que ahora, afortunadamente, se publican, cuyo mérito, sin embargo (me apresuro a subrayarlo), no reside en la vida retirada del autor, ni en el obstinado encubrimiento de su obra, por mucho que nos seduzca esa suerte de exilio al que se acogen quienes deciden abstraerse del mercado editorial (circunstancias a fin de cuentas secundarias, ecos de romanticismos narrativos complacientes), sino en la calidad formal y material del contenido.
Siempre he creído que los buenos libros contienen sus propias guías de lectura, pero Cien centavos incluye, además, su propia reseña: da cuenta a un tiempo del propósito y del resultado, muestra el equilibrio entre ambos términos y aventura su porvenir. Por eso conviene atender a sus palabras: «Me propuse cambiar de tema cada dos páginas, cambiar de género cada vez que me apeteciera y tantear registros con la libertad de quien no se ha propuesto algo importante», se sigue leyendo en «Cuaderno» y tal vez quepan descripciones más minuciosas del contenido de estos Cien centavos, pero nada tan útil como el propósito declarado de su autor. Pues de eso se trata, en suma, no de un libro de relatos tradicional, sino de una suerte de diario narrativo sobre lo inmediato repartido en (si no he contado mal) ochenta y dos textos que acogen narración, reflexión y opinión, por lo que se refiere al género (también algunos poemas), y que combinan, en lo que al autor se refiere, observación, lucidez, humor y melancolía. Es, también, uno de esos libros que no admiten resumen, sólo los elogios del deslumbramiento, pues en su catálogo, tan polícromo como extenso, tienen cabida utopías antropológicas, sociológicas y filológicas, apuntes sobre el entorno del narrador (un local comercial, un accidente, unos vecinos marroquíes, un compañero obsesionado con la carretera que va de J. a S.), semblanzas de caracteres solitarios y, por lo general, desventurados (la mujer ordenada, el hombre mediano, el americano sabático, el joven tarado, la mujer rara), relatos tradicionales en los que el narrador cede el «yo» a personajes anónimos (un camarero, por ejemplo, o una especie de médium de la muerte), lecturas (Bolaño, Garmendia), hábitos y costumbres ( las estaciones alteradas, el cambio de hora, la pólizas de seguro, las romerías, los jardines) o, en fin, sin agotar por ello la enumeración, leves episodios conyugales, mustias rutinas de parejas.
Y en cuanto al destino futuro de Cien centavos bien que me gustaría que se cumplieran, en parte al menos, los pronósticos del autor. «Es posible que cuando esté muerto», escribe, «haya quien diga que es mi mejor libro; a fin de cuentas son cosas por este estilo las que han durado, textos sin mucho encumbramiento ni pretensiones, redactados en una prosa que es de su tiempo y que no aspira a la hermosura ni a la sorpresa, salvo excepciones, porque tampoco en esto he querido adoptar actitudes tajantes y hay días en que uno se levanta con ganas de sorpresa y hasta de hermosura», lo que me ha hecho recordar las palabras con que se refirió fray Luis de León a sus poemas —«entre las ocupaciones de mis estudios en mi mocedad, y casi en mi niñez, se me cayeron como de entre las manos estas obrecillas»—, pues son sobre todo esas «obrecillas» las que seguimos leyendo y celebrando. No lo sé. Sí sé que Cien centavos es un libro íntimo, ajeno a toda ambición y a toda trascendencia, y es por eso un libro que se basta a sí mismo, que no pretende cambiar el mundo ni influir en el curso de los acontecimientos, más próximo a la resignación y la tristeza que a la rebeldía y la militancia,  tan sólo —y es lo que da sentido al todo— el discurrir de una prosa que avanza suavemente por entre las melancolías del atardecer, los mismos atardeceres en que uno imagina al escritor yendo del ordenador a sus paseos y de sus paseos (con perro) al ordenador. Y si me atrevo a poner un límite a los pronósticos del autor —«en parte al menos», he escrito— es porque no habría mejor ventura para las novelas y los relatos a que se entregó durante años César Martín Ortiz, y para quienes admiramos su escritura, que encontrar pronto y adecuado acomodo editorial.
 * César Martín Ortiz, Cien centavos, Baile del sol, 2015

17.6.16

Mantecato

Prueba de que cada uno lee lo que quiere leer, aquello a que le llevan sus manías, sus caprichos y sus paronomasias, es decir, «lo que no está escrito», es que donde Rafael Reig escribe (‘Señales de humo’, página 95) «No, hermanos humanos, no: eso no se le ocurre ni al que asó la manteca (fuera quien fuera el mentecato)», yo he leído tres veces (sonriendo, o tal vez sonrosivo) «fuera quien fuera el mantecato, el mantecato, el mantecato».

1.6.16

Primeras lunas de oriente


I. Incipit. Casi tengo que empezar justificando mi presencia en este acto. Venía diciendo últimamente que me había retirado de toda tarea presentadora con sólo un par de excepciones, Juan Ramón Santos y Alonso Guerrero, en el caso, claro está, de que tuvieren a bien querer contar conmigo en tales circunstancias, y he aquí que, en la pasada feria local del libro, cuando acababa de recurrir por última vez a esa determinación, a medio camino entre el propósito y la promesa, aquella misma tarde, digo, me llamó Alonso Guerrero para invitarme a participar en la presentación placentina de El mundo sumergido. Alonso sabe, como lo sabe Juanra (vamos a llamarnos como nos llamamos habitualmente), que puede contar siempre conmigo en estos menesteres. He echado la vista atrás y tengo memoria clara de que presenté su segunda novela, Los ladrones de libros, probablemente en 1992 y en Badajoz. Guardo documentación escrita del acto, pero no necesito consultarla para recordar que ya entonces, enredando un poco con la fórmula aristotélica, atribuí a Alonso la condición de «animal literario». Desde entonces he participado en sucesivas presentaciones de libros suyos, unas veces en Cáceres y otras en Badajoz, a saber: El durmiente (1998), Fin de milenio en Madrid (1999), De la indigencia de la literatura (2004), Un palco sobre la nada (2012) y Un día sin comienzo (2014). He tenido además el privilegio de leer tres novelas suyas que permanecen inéditas, alguna desde hace bastante tiempo: Un tormento moderno, Declinio y El amor de Penny Robinson (y conste que, aunque digo esto por pura presunción, también lo hago para que se conozca el alcance y la perseverancia como escritor de Alonso Guerrero). Como se ve, pues, aunque sin la perspicacia, la hondura y la calidad de Ricardo Senabre, que era ferviente defensor de su escritura, creo que, cuantitativamente, sí puedo situarme entre los primeros «guerreristas» o (mejor) «alonsistas» de la parrilla. De ahí que esté siempre dispuesto a colaborar con él. En esta ocasión, sin embargo (esto lo supe después), se trataba de una presentación doble, las primeras letras, A y B, de Lunas de oriente, la cara narrativa de la colección de poesía que como Luna de poniente la editorial De la luna libros ha llevado a cabo en los últimos años, y así a El mundo sumergido había que añadir Te tendré que matar, el segundo libro que, tras aquellas entrañables Historias de Villa Germelina, publica Nicanor Gil. Y no es que no quisiera presentar un libro de Nicanor Gil, sino que se me planteaba un problema de conciencia: no ser consecuente con mi determinación y con una palabra varias veces empeñada. Tampoco podía volverme atrás y dejar a Alonso en la estacada después de haber aceptado la invitación. He ahí, pues, un dilema moral triple (uno y trino, también podría decirse): hacerle un feo a uno, a otro o a los dos. Mas he aquí que tras mucho reflexionar, con música de Javier Krahe de fondo, terminé aceptando el doble cometido y, para que no quedara en entredicho mi propia dignidad, decidí cambiarla por un plato de lentejas, esto es, sucumbí a las primicias de una oferta agropecuaria (Nica también es hortelano) que, como se oye tanto desde los albores de El padrino, en modo alguno podía rechazar. Obsérvese, además, el título del libro: Te tendré que matar, la perífrasis de un futuro inexorable cargado de presagios. No era cuestión, por tanto, de andarse con remilgos. De modo que aquí estoy dispuesto a decir algo sobre Alonso y algo también sobre Nica. Y puesto que se me ha escapado ya en un par de ocasiones el hipocorístico (Nica), lo seguiré usando, aunque no sé si con la suficiente propiedad. Como muchos de los presentes saben, Nica es muchas cosas, no sólo hortelano y escritor, no sólo informático; por ejemplo todos pueden ver que tiene hechuras y talante de cantautor y no sé yo si no habrá tenido alguna vez la duda de optar por la música o por la literatura, por una de las dos, en cuyo caso tal vez debería ser Nica en los escenarios y en las desmelenadas carátulas de los cedés y Nicanor Gil en las tarimas, en las librerías y en las portadas de sus libros. Sea ello como fuere, lo llamaré Nica, que es como lo conoce aquí todo el mundo.

II. Nicanor Gil. Por otra parte, pensándolo un poco, hablar del libro de Nica no es complicado. En realidad, bastaría con decir que, en principio, Te tendré que matar es un conjunto de variaciones en torno a los Crímenes ejemplares que Max Aub publicó en México en 1957 (ciertamente, son muy mejicanos), relatos breves, brevísimos, de una línea, de media página, poco más (hoy sería inevitable un prefijo «micro», tal vez «microcrímenes»), cuyo fondo común es la combinación de humor y crimen. Por ejemplo: «—¡Antes muerta! —me dijo. ¡Y yo lo único que quería era darle gusto!»; «”Un poquito más”. No podía decir que no. Y no puedo sufrir el arroz»; «¿Ustedes no han tenido nunca ganas de matar a un vendedor de lotería, cuando se ponen pesados, pegajosos, suplicantes? Yo lo hice en nombre de todos»; «¡Que se declare en huelga ahora!»; «Me echó un trozo de hielo por la espalda. Lo menos que podía hacer era dejarle frío»; en fin, así Max Aub. Como se ve, el procedimiento parece sencillo. Salvando el fondo —crimen en lugar de metáforas o de fragmentos de la memoria—, en algo se asemejan a las greguerías de Gómez de la Serna, que han tenido muchos seguidores, o a los «Me acuerdo» de Georges Perec, que también han tenido los suyos. Con ese título —Me acuerdo, Je me souviens— publicó Perec un libro con varias páginas en blanco al final para que cada lector añadiera sus propios «me acuerdo», la recuperación de esos instantes fugaces y pretéritos que merecen alguna forma de permanencia escrita. Alguien, sin duda, experto en esa continuación de «me acuerdo» es precisamente Elías Moro, uno de los directores de estas Lunas de Oriente que ahora empiezan a andar. «Emprendo una tarea que no tiene precedentes y que no tendrá seguramente imitadores», escribió Rousseau al principio de Las confesiones y no podía sospechar hasta qué punto se equivocaba. Pues bien, al igual que las greguerías y los «me acuerdo», los crímenes ejemplares también tienen un continuador. No sé si Nicanor Gil (o sea, Nica) es un pionero en la ejecución literaria de nuevos «crímenes ejemplares», nuevos «microcrímenes»; por mi parte, puedo decir que no conozco otro. Y, pese a lo dicho más arriba, añadiré que no es tarea fácil: no parece complicado el procedimiento, pero sí es complicado estar a la altura de la idea primera, de ese «que se ponga en huelga ahora» de Max Aub. Nica, sin duda, lo consigue ampliamente. Dicen que quien da primero da dos veces; pues bien, también Nica, siendo segundo, da dos veces. De ello queda constancia en la primera parte del libro, titulada «Mis crímenes ejemplares», con ese «mis» que aúna la modestia con la autoafirmación y que se abre con una cita de Max Aub, que a mí me afecta a título personal, como un aviso para ‘nemos’ y navegantes. «No murió de eso, sino de no hablar», dice la cita: «Se le reventaron las palabras por dentro». Sin comentarios. Siguen luego treinta y dos crímenes, ocurrentes, ingeniosos, sutiles, que han de leerse necesariamente sonriendo y que incluso pueden provocar la carcajada. Yo he presenciado algunas de esas explosiones de risa, pero no voy a decir en que «crímenes» concretos: hay que leerlos todos. Sí anotaré que se me escapa el quid del xxix, una mínima partida de ajedrez, porque me acostumbré a la notación descriptiva en mi juventud (P4R) y Nica, con buen criterio, opta por la notación algebraica (e4, e5), en cuya superficie, sin el tablero delante, yo me pierdo sin remedio; y que, puestos a rizar el rizo, no sé por qué el crimen xxxi, con Saúl Olúas y Leo Noel, entre otros onomásticos figurantes, no es, por ejemplo, el xxx, o el xix. Pero, naturalmente, Nica no ha querido que todo el libro estuviera al amparo de Max Aub y ahí está la segunda parte, «Sonrisas a prueba de balas», nueve relatos de cierta extensión con la muerte violenta de algún personaje siempre como destino, unos cuantos «al modo de», que reproducen hechos reales de la mitología literaria criminal, y otros en que se suceden venganzas, ajustes de cuentas y sinrazones varias (gumías, electrocuciones, armas de fuego), con ecos claros de Villa Germelina en unos, con ecos de una geografía internacional otros, sin bromas todos, porque no siempre la muerte es motivo de jocosidades literarias ni siempre el crimen es producto de un arrebato.

III. Alonso Guerrero. Más difícil, en cambio, es hablar de Alonso Guerrero: porque la trama de sus narraciones no se ajusta a los cánones clásicos y porque no responde a la tradición de autores naturalistas. Dije antaño, en 1992, que Alonso era un animal literario y sus escritos posteriores no han dejado de confirmarlo. Quiero decir que la literatura, la amplia literatura universal, es el campo en el que se mueve y el alimento del que se nutre, que (sin apenas excepciones, su libro inmediatamente anterior es una de ellas) sus textos parten de la literatura como origen y a la literatura llegan como destino. Nada más le interesa: sus novelas son creaciones intelectuales autónomas que, incluso siendo a veces argumentalmente verosímiles (como podría decirse de El mundo sumergido), no sólo no pretenden realismos ni verosimilitudes, sino que avanzan al margen de tales requisitos retóricos. Podría decirse que son tramas interiores y que hay que leerlas hacia dentro, valorarlas en sí mismas, no como instrumentos para llegar a otros fines. Bien o mal, la condición humana está en todas partes; por tanto, en literatura lo importante ha de ser la literatura, no las miserias de la condición humana. Y como esto es así, Alonso es un autor muy exigente, doblemente exigente incluso: es exigente en la elaboración de una escritura sin concesiones y, por ello, es exigente con el lector, con sus lectores, que lamentablemente son (somos) pocos, muchos menos de los que sus escritos merecen. Creo que los procedimientos narrativos del cine norteamericano, especialmente el que llega a las series de televisión, tan digestivas y uniformes, han corrompido o atrofiado la estructura mental que nos hace receptores ávidos de relatos y han reducido nuestra percepción a simples enunciados narrativos de sota, caballo y rey, sin variantes ni alteraciones, esto es, un crimen, tres sospechosos y un culpable: han reducido la lectura a consumo. De algo de esto trata El mundo sumergido. El protagonista es escritor «en un tiempo [“el tiempo presente”] en que eso ya no tiene importancia», un escritor que pasó de la pluma al ordenador y, con el ordenador, a un «procesador estándar […] del que salían los mismos textos en los millones de ordenadores que había en el mundo», que «del procesador de textos saltó a internet» y después al teléfono inteligente. «Siempre había sido un escritor con una estética personal», leemos, «una voz impuesta por la necesidad de que el mundo que miraba, su mundo, debía ser capaz de alojar la forma en que él lo miraba». Naturalmente, esta estética personal «le había negado el éxito como escritor, pero él despreciaba el éxito». De ahí que, a los cincuenta y tres años, sienta la necesidad de abandonar ese mundo y «buscar el absoluto». Todo esto está en las tres primeras páginas. Lo que sigue es la travesía de una liberación y una búsqueda del absoluto, sin que se sepa con alguna exactitud qué es o en qué consiste el absoluto ni si es posible alcanzarlo de algún modo. Está de moda últimamente decir que la buena literatura sólo puede plantear preguntas, no hallar respuestas, que las respuestas consisten sólo en el planteamiento de esas preguntas, de cuyo acierto dependerá su eficacia moral. Si esto es así, El mundo sumergido es, ante todo, un relato moral. El propósito parece claro: «El absoluto estaba en los libros», leemos, «y él quería sacarlo de allí, liberarlo y mostrarlo con cada decisión, en cada conversación». Pero a partir de ahí no hay camino sencillo: ni el ámbito de la experiencia ni en su delimitación conceptual. «El absoluto es como la desgracia de las familias. Eso lo dijo Tolstoi, ¿no?», leemos, por una parte, o dicho de otro modo: «No hay dos absolutos iguales. Los absolutos son como los culos, todo el mundo tiene uno. Eso lo dijo Clint Eastwood, seguro». Pero también leemos: «El absoluto es como la muerte. Nada puedes llevarte a él, menos aún objetos, ni siquiera objetos con una existencia a medias, como los libros». Y en esas dos nociones —singularidad personal y exclusión de todo lo que no sea el sujeto— se resume la peripecia del personaje. Así, en el avance hacia la liberación absoluta figuran el teléfono móvil, los amigos o compañeros del trabajo (el personaje también es profesor de literatura), la hipoteca, una joven Vanesa (que conoce una gran verdad: «Los escritores no maduráis», dice), una excedencia, una joven Nadia (que también conoce una gran verdad: «Quien acepta las consecuencias siempre hace lo correcto») y la infinidad de libros que el escritor y profesor ha ido acumulando a lo largo de su vida. Hasta tal punto tiene el personaje que dejarlo todo atrás que incluso funcionan aquí de modo especial las referencias culturales a las que Alonso, en cuando animal literario, recurre muy habitualmente. Pues del mismo modo que hay en Alonso cierta poética del aforismo, también hay una clara afición a las referencias culturales, unas veces encubiertas, otras veces integradas en el texto de modo subterráneo, y a menudo cargadas de ironía. Pues bien, las numerosas referencias literarias que aparecen en El mundo sumergido (como la primera frase de Ana Karenina que acabo de leer o la que se atribuye a Clint Eastwood), sean literales o alteradas, indecisas a veces, y correspondan (por orden alfabético) a Balzac, Brodsky, Celine, Dalí, Descartes, Harper Lee, Kafka, Lou Andreas, Machado, Pavese o Stevenson, tienen aquí un sentido acorde con las exigencias del absoluto: digamos que equivalen a las piedrecitas o a las migas de pan que Pulgarcito iba dejando en el bosque pero con opuesto objetivo: Pulgarcito no quería perder el camino de regreso y Nirvana (olvidábaseme de decir que el escritor y profesor se llama Pepe Nirvana: no hace falta desgranar la onomástica), en cambio, tiene que irse despojando de todo lo aprendido, de todo lo asimilado, tiene que soltar lastre cultural, lastre literario, para alzarse hasta su nombre y alcanzar la liberación total del absoluto. No voy a decir más. Como se ve, los escritos de Alonso no son ligeros ni insustanciales, pero no voy a seguir devanando la madeja. Terminaré, pues, con una palinodia. Hace veinte años, en un ensayo titulado «Ante el cadáver de la novela», escribió Alonso lo siguiente: «Seguramente, dentro de un siglo, una historia de la literatura inédita del xx nos mostrará numerosas obras de genio, obras que no tienen cabida en los mercados, esas obras cabalísticas capaces de proyectar su luz con sólo existir, aun de espaldas a los que leen». Yo aventuré entonces que tal vez ese pronóstico se cumpliera mucho antes y que, acaso en 2010, se habría producido «un verdadero estado del bienestar cultural en los destinos del hombre» donde tuvieran cabida las novelas de Alonso Guerrero. No sé si Alonso se equivocó y no creo que podamos algún día comprobarlo. Es evidente, en cambio, que yo sí me equivoqué, aunque en mi descargo pueda decir que Alonso hizo el cálculo en siglos (que en literatura son eras geológicas) y yo en décadas (que ni siquiera llegan a requisito generacional). Lo cierto en cualquier caso es que, en muchos aspectos, en lo que al alcance de la literatura se refiere, ha habido un considerable retroceso y que, del mismo modo que parece cada vez más improbable el pleno empleo en el mundo laboral, cada vez parece también más imposible que llegue ya nunca a alcanzarse un estado del bienestar cultural en el que tengan cabida obras que proyecten «luz con sólo existir».

IV. Conclusión. De estas disquisiciones, combinando la literatura con el mercado, deberían derivarse dos mandamientos. Primero: Que se lean ambos libros. Segundo: Que, aunque no se lean, se compren. Sólo así la luna en cuarto creciente acabará siendo algún día luna llena.

Plasencia, 27 de mayo de 2016 

16.5.16

Apunte

Se puede sobrevivir
sin leer a Blasco Ibáñez.

(Como se ve, se oye a veces hablar en octosílabos. Ya lo dijo JRJ: «En un lugar de La Mancha / de cuyo nombre no quiero...». Todo es escanciar, digo escandir.)

11.5.16

Submoral

Supongo que en lo sucesivo (porque dudo que ninguna furia tridentina mengüe, cambie o se atenúe), cada vez que oiga las atrabiliarias prédicas de ciertos jerarcas diocesanos, no podré dejar de evocar la palabra «submoral» (sustantivada, con artículo), neologismo que acoge Javier Pastor en la página 431 de ‘Fosa común’. 

6.3.16

Embestidura

Uno ya no sabe qué pensar, señorías y señoríos.

6.2.16

Diminutivos

Qué ciudadano es ese —y a qué aguda sutileza dialéctica se acoge— que llama Pedrito a Pedro Sánchez, Pablito a Pablo Iglesias o Marianico a Rajoy.

27.12.15

Envido

Me pregunto en este envite
cuál de los dos se irá antes,
si tal vez será Benítez
o si será tal vez Sánchez.

12.12.15

Omitir una vez

Quien nace gilipollas gilipollas
puede seguir el resto de su vida.

El objetivo era buscarle las vueltas al procesador de textos, a la insistencia en «omitir una vez» o «eliminar» cuando encuentra una palabra repetida repetida. Para ello, me dije, elegiré un vocablo contundente, escribiré un serventesio, el encabalgamiento impondrá un doble sentido, etcétera, pura diversión retórica, pero el caso es que no pasé de un par de endecasílabos —¿para qué buscar ampollas, argollas, cebollas y otras –ollas si lo que cabía decir ya estaba dicho?, el resultado a veces contradice los propósitos— y que, oyendo las noticias estos días, hay quienes tienen más delito que el procesador.

26.10.15

Dístico

Nunca, joven, te fíes
de gobernante que inaugura.

28.7.15

Casa desolada

Hay una casa adosada a la muralla en la que siempre, al pasar, inevitablemente, he reparado. Nunca he entrado en ella y ni siquiera llego a adivinar la distribución de sus estancias. Apenas tengo una vaga idea de la planta baja, lo que se puede —o se podía— divisar de la planta baja desde el exterior: un triángulo marcado por las irregularidades de una arquitectura tan estricta como mezquina y por los enigmas de una insondable penumbra. Hubo un tiempo, hace años, en que ese triángulo fue taberna, una taberna de aspecto sombrío y portuario en la que los parroquianos, tan fieles como escasos, siempre los mismos, podían permanecer la tarde entera ante unos botellines de cerveza o unos vasos de vino dignos de la mejor catalogación arqueológica y desgastar las horas entre la paciencia y la quietud, o entre el silencio y una conversación común, pausada y sentenciosa, sobre los males del mundo, una suerte de ontología crepuscular. Me hubiera gustado sumarme alguna vez a la parroquia, pedir una cerveza, formar parte del paisaje interior, gente de barrio a la que en modo alguno le sentarían mal un semblante adusto y varios tatuajes marineros, anclas, sirenas, ecos de un mundo aventurero y remoto. Me hubiera gustado contemplar desde un rincón el paso apresurado de la gente, el modo huidizo y arrugado con que miraban al interior, pero nunca entré, siempre formé parte del exterior, de quienes miraban con recelo y esquivaban las miradas: ningún transeúnte formaba parte de las manifestaciones del subsuelo. Con el tiempo, la taberna cerró y la casa fue sólo ya vivienda, aunque todavía siguió acogiendo por las tardes a los viejos, perpetuos parroquianos. De eso hace mucho tiempo. Últimamente sólo vivía en ella un hombre, el único al que he reconocido desde siempre como vinculado a la casa. Este hombre se apostaba en la acera, como guardián de un panorama interior adscrito a la degradación: un amontonamiento indiscriminado y creciente de cartones y basuras. Cabía suponer que la casa carecía de luz, de agua corriente, y que, si siempre tuvo algo lóbrego y tenebroso, ahora se había convertido en una cueva inmunda guardada por su único habitante, el individuo cada vez más desgreñado que se pasaba las horas en la puerta como los antiguos parroquianos. Tal vez por eso, de pronto, un día apareció la casa clausurada, con unos tablones cruzados y claveteados impidiendo la entrada. Y desapareció el guardián. Las macetas del balcón se fueron secando y en la ventana fue creciendo la maleza. El abandono es el principio o la continuación de la ruina. Yo he sido testigo de esa continuación. Pero he aquí que ahora, al cabo del tiempo, surgido de no sé dónde, ha vuelto a aparecer el guardián. Desde primeras horas de la mañana hasta el atardecer, siempre que cruzo la calle lo veo en el marco de la puerta, apoyado en los tablones o sentado en el umbral, en el ámbito de una larga querencia. Sin duda, me digo cada día, son grandes las tentaciones literarias, pero cualquier conjetura sería apenas un reflejo pálido y tal vez inmoral de los hechos y, peor aún, una falsificación retórica de las circunstancias.

21.7.15

Don Quijote

La sociología oficial hace a menudo sondeos pintorescos para confeccionar cifras acordes con el costumbrismo patrio, como, por ejemplo, aprovechando las inercias del estío y la proximidad de cierto centenario, obligar una vez más al ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, como si se tratara de un síntoma más que de un caballero andante, a padecer ásperas penitencias por las arduas estepas del hastío nacional para desfacer los agravios, enderezar los tuertos y enmendar las sinrazones que —también de oficio— enturbian la nunca —ni otrora ni ‘hac hora’— excelsa cultura castellana, sabiendo de antemano, como saben, que no podrá triunfar en tan peregrino y desventurado lance. Mas por eso lo hacen, no cabe duda: no para averiguar nuevos hábitos o alumbrar enmiendas, sino para recrearse con las amplitudes estadísticas de lo ya sabido. Incluso quienes aseguran que ni han leído sus aventuras ni piensan leerlas, porque no les interesan, porque son antiguas, porque son aburridas, porque están en castellano arcaico, incluso ellos, ese alto porcentaje de encuestados reticentes e impermeables, saben de sobra que, si a Alonso Quijano «se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio» hasta el punto de que «del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro» y «vino a perder el juicio», era porque, tanto o más que las hazañas de la caballería andante, le interesaban los libros que las contaban y pregonaban por el mundo. Esa era la verdadera aventura y esa era su esperanza: «que en los venideros tiempos», dice, «salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos» y, en consecuencia, que todos puedan admirar la grandeza de sus hazañas, la fuerza de su brazo, la bondad de su espada y la generosa condición de su carácter. «¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía?», pregunta cuando se entera de que su historia circula impresa por esos mundos de dios. Pero ahora la sociología oficial se complace en hacernos saber que el mundo entero no se deleita ni ‘en’ ni ‘con’ los lances de su increíble locura, como si esto pudiera ser una novedad. Qué disparate. El ingenioso hidalgo, tal como se desprende de los numerosos episodios que tuvo a bien rescatar Cide Hamete Benengeli, casi siempre (por no decir siempre) salió burlado y malherido, menospreciado y escarnecido, de sus aventuras, ya concurrieran en ellas duques, hidalgos, arrieros o malandrines. En qué cabeza cabe que quien ha perdido todas sus batallas, quien está condenado de antemano a fracasar en todos los peligros que acomete, quien ha construido su triste figura precisamente en el empecinamiento del fracaso, va a ahora a triunfar sobre las posteridades sociológicas. No, no le corresponde a don Quijote ganar batallas después de muerto. A toscos guerreros, a renombrados mercenarios les corresponden esos privilegios de la historia. Al ingenioso hidalgo le pertenecen el sosiego de la sepultura y la quietud de sus «cansados y ya podridos huesos», esto es, el estatuto solitario y desamparado de la inmortalidad. Caigan, pues, los viejos encantadores sobre esas nuevas bachillerías que, «contra todos los fueros de la muerte», quieren forzar nuevas salidas y, con ellas, nuevos desengaños. Vale.

14.7.15

Vueltas

▪ Sabido es que cada persona configura el mundo a su manera y elabora nociones mentales perdurables a partir de asociaciones débiles y huidizas además de erróneas. Valga como prueba el siguiente ejemplo. De chico, cuando oía hablar de competiciones ciclistas que incluían la palabra ‘vuelta’, o ‘giro’, o ‘tour’ —la Vuelta a España, el Giro de Italia, el Tour de Francia—, siempre creí, con toda ingenuidad, que las palabras se ajustaban a su significado y que, por tanto, la ruta que seguían los ciclistas trazaba una verdadera vuelta completa al país o a la región de que se tratara en cada caso, esto es, un recorrido lo más circular y lo más periférico posible para que ningún rincón del territorio quedara al margen de una cierta equidistancia geométrica con el centro, por más que en algunos casos, como Italia, el perímetro que se veía en los mapas escolares difícilmente se prestaba a círculos ni a circunferencias. Como la información deportiva no había alcanzado la sobreabundancia actual ni los medios audiovisuales habían alcanzado un grado de saturación incompatible con la fantasía personal, no ha de extrañar que tardara en saber que no era así, que el recorrido podía ser lineal, quebrado, discontinuo e intermitente, con saltos caprichosos en la geografía, y, por ello, con un considerable menosprecio por la verdad verdadera de los nombres. ▪▪ Me gustaría creer que esa noción previa de vuelta obedecía a alguna lógica verbal, pues, aunque es cierto que en la expresión coloquial «dar una vuelta» la conciencia lingüística no pretendía trazar una circunferencia peripatética en torno al pueblo o la ciudad, sino sencillamente ir y volver, como en los palíndromos, sobre todo volver (que de ahí proviene «vuelta»), no menos cierto es también que, según los diccionarios, ‘vuelta’ es «movimiento de una cosa alrededor de un punto, o girando sobre sí misma, hasta invertir su posición primera, o hasta recobrarla de nuevo». No creo, sin embargo, que fuera la palabra «vuelta» ni, menos aún, los complementos circunstanciales que marcaban el punto central y los extremos (Madrid, París, etcétera) lo que llevaba a esa noción circular del itinerario ciclista. Hubiera preferido incluso que se debiera al genio oculto de la lengua y tuviera que ver con la palabra ‘ciclo’, que no en vano significa círculo y forma parte de ciclismo, ciclista y bicicleta, pero no dejaría de ser una pirueta a posteriori, un intento tal vez ingenioso y encomendado a azares etimológicos, pero, desde luego, ajeno a cualquier realidad de infancia y quién sabe si no también de juventud temprana. ▪▪▪ Lo singular, en todo caso, es que ahora mismo se está disputando el Tour de Francia, que el recorrido está distribuido en dos grandes sectores, una primera serie de etapas al norte y otra serie al sur, antes del fin de fiesta de París, que he visto el recorrido en el mapa más de una vez y que, sin embargo, sigo teniendo en mente la circunferencia, el tour como un círculo perfecto y cerrado sobre sí mismo: tal vez, me digo, porque, si la geometría tiende a la perfección, el círculo conlleva una idea de perfección suprema y, sobre todo, porque los atisbos de perfección permanecen siempre más allá de las imperfecciones de la realidad, de los desvaríos de las palabras y de las insuficiencias del sujeto.