No pensaba yo que fuera a rescatar más textos de aquellos que aparecieron en ‘La picota’ de Ismael Rozalén y menos aún que lo hiciera tras la entrada que publica en su blog Álvaro Valverde, pero, dadas las circunstancias, aquí va este «Nuestro pequeño mundo», de julio de 2001. Algún día, si los dioses son propicios, debería dar cuenta de cómo llevé a cabo el «propósito inmediato» a que se refiere el último párrafo: la forma pintoresca en que llegó a mis manos ‘Un poco de orden’, el rastreo bibliófilo tras ‘Dedicatoria o despedida’ y ‘Toques de tránsito’, e incluso —si no paso de contarlo— los posteriores azares de Alcancía.
En los tiempos que corren es poco probable que un lector con adicción sea sorprendido de manera imprevista por un escritor desconocido. Los suplementos literarios de los periódicos, la información diaria de las páginas de cultura (que se han convertido en propaganda editorial, o artística, o musical, o cinematográfica), las recomendaciones orales de unos y de otros y el incesante bombardeo sensacionalista producen tal nivel de saturación que parece ciertamente imposible, como digo, que ningún lector caiga de manera inocente sobre un libro o un autor desconocidos. A causa de ese acoso previo, que a veces tiene carácter impulsivo y a veces compulsivo, los lectores van siempre por detrás de los hechos, ya sea por una necesidad asumida a título personal, ya por una obligación social endémica y bacilar. Incluso cuando un libro ha escapado a los mecanismos de difusión publicitaria (cosa que, siendo por una parte frecuente, encierra por otra cierta sutil complejidad, porque, en los agobios de la abundancia, las novedades ajenas a la propaganda tienen existencia material, pero carecen de existencia comercial), incluso cuando no se cuenta con ninguna información previa, el mismo sello editorial proporciona indicios suficientes para que el lector no se encuentre jamás desprevenido. Debe concluirse, pues, decididamente, que el lector de hoy está siempre sobre aviso.
Tal vez por eso, porque ha llegado a mis manos de manera anónima, me ha sorprendido extraordinariamente un pequeño libro de relatos que se titula ‘Nuestro pequeño mundo’, del que es autor César Martín Ortiz. Publicado por la Editora Regional, en la colección La Gaveta (lo que garantiza, de hecho, un criterio literario inequívoco), la solapa apenas ofrece datos del autor: que nació hace cuarenta y un años en Salamanca, que es profesor de lengua y literatura en un instituto, que vive desde hace años en La Vera y que ha publicado anteriormente dos libros de poesía y uno de cuentos. Nada más. En lo que a mí se refiere, nunca antes había oído hablar de Cesar Martín Ortiz y, cuando el libro vino a parar a mis manos, antes de auparlo sin más a los estantes superiores, que son el limbo o el purgatorio de las bibliotecas, se me ocurrió echarle un vistazo. Me llamó la atención, en el índice, supongo que por deformación profesional crónica, el relato titulado «Gloria y ruina de los interinos», que es el último del volumen y que leí enseguida, con verdadero y creciente entusiasmo. Con un tono narrativo que hace evocar a «Josefina la cantora o el país de los ratones», de Franz Kafka, el cuento traza un panorama desolado y melancólico, a la vez que lúcido y certero, de esas aves migratorias de la enseñanza que son los profesores interinos. Hay un humor de fondo, por debajo de la amargura, paralelo a la rutina laboral, que se desarrolla en los escenarios más lóbregos de la desidia, esa condición de seres vencidos que son en su mayoría los funcionarios maduros. Hay una oposición etológica entre los interinos, que llegan con aspiraciones e inquietudes, y los antiguos o los viejos, que no sólo han aprendido con los años las reglas del asco y del aburrimiento, sino que también conocen de memoria el ciclo desdichado de los propios interinos, la prematura estipulación de su fracaso.
Seducido por la calidad y la hondura del relato, del que salí con esa extraña y contradictoria sensación en la que se mezclan el placer estético y la conciencia de nuestra miserable condición, fui enseguida leyendo los otros (en total son seis) sin sentirme defraudado en ningún momento. En cada uno de ellos pueden señalarse ingredientes específicos, como el humor y la impiedad de «Biyú», el neorrealismo crudo y familiar de «Un reflejo en la ventana, o diez mil grullas de papel», la tristeza crepuscular y mortecina de «Alfonsina», la rueda del tiempo y de la fortuna que gira irremisiblemente en «Acerca de mi matrimonio», o las circunstancias gauchas y ebrias de «La señorita de pueblo y el Martín Fierro», pero todos ellos dejan en el paladar el sabor de la amargura, todos comparten un fondo de melancolía verdaderamente abrumador. Hay una expresión ambigua, «estar de vuelta», que personalmente no me gusta, porque suele entenderse la mayor parte de las veces en una sola dirección, como una titulación que da derecho al pasotismo o como un ademán cosmopolita del cinismo. Pero hay otro sentido de la expresión que sí me gusta, a saber: «está de vuelta» quien ha comprendido que no hay esperanza posible, quien ha comprobado que las ilusiones no se cumplen jamás y quien, ante la severidad de esa estadística de la vida cotidiana, se ha resignado definitivamente a tan desoladora certidumbre. A este segundo modo de estar de vuelta responden todos los personajes de ‘Nuestro pequeño mundo’, que, si es «nuestro» por «pequeño», no por «pequeño» es menos ancho, real y verdadero.
Así las cosas, mi propósito inmediato de lector es conseguir lo antes posible los relatos de ‘Un poco de orden’, e incluso los poemas de ‘Dedicatoria o despedida’ y ‘Toques de tránsito’, que son los títulos anteriores de César Martín Ortiz. La tarea no resultará fácil, porque este tipo de libros, lejanos, o de diputaciones, o de instituciones varias, suelen nacer ya condenados, se imprimen para dormir el sueño húmedo y oscuro de los sótanos o para fomentar la indolencia de los almacenes consistoriales, pero tendrá sentido y merecerá la pena. Estoy convencido de que César Martín Ortiz es un buen escritor y sé que sus escritos han de interesarme necesariamente. No es la primera vez que siento los efectos favorables de la afinidad estética.
(La Picota, julio 2001)