Antónimos
Me viene a la memoria un libro de Michel Tournier titulado ‘El espejo de las ideas’ (El Acantilado, 2000) en el que cada capítulo recoge una pareja de antónimos de hecho, que configuran nuestra percepción de la realidad con tanta eficacia como la que habitualmente atribuimos a los antónimos más o menos absolutos: día y noche, blanco y negro, sí y no, masculino y femenino, etcétera. Hágase, si no, la prueba de las palabras inmediatas, digamos perro, carne, cuchara, mula y sal, por ejemplo, y, a poco raudo que sea, nuestro sparring léxico dirá sin pestañear gato, pescado, tenedor, buey y azúcar. Y me viene a la memoria el libro de Tournier, digo, porque toda la tarde me está martilleando una pareja de hecho episcopal que conjugo y conjugo y vuelvo a conjugar, como los peces en el río, con todos sus morfemas y derivaciones, y repitiendo siempre (o bis), por su énfasis benedicto y su colónica terquedad, el segundo término de tan sacrosanta creación léxica, cual pronobis, estribillo o letanía: orar y conelmazodar, ¡conelmazodar!, orando y conelmazodando, ¡conelmazodando!, etcétera. ¡Qué son, qué sonsonete!